Translate

sábado, 12 de diciembre de 2020

Volver a Viento Rojo





La soprano estaba un poco loca. No mucho, ni demasiado, pero sí lo suficiente. La jabonosa anatomía de su amante ya no la satisfacía y había logrado huir de la agonía con un pasaje de bajo costo a bordo de un avión que la llevaba medio nerviosa y asustada a las Islas Canarias.

Las turbulencias no la ayudaban a mantenerse en calma y a medida que se alejaban de Europa, tuvo un presentimiento de dolor. Un dolor anciano y viejo que traspasa los siglos.

Apenas sale del aeropuerto en Gran Canaria la asalta el viento rojo abrasador que llega desde el Sahara más allá del mar, trayendo los espíritus de los egipcios del reino antiguo. El polvo se le pega en la piel y lastima sus ojos de esclava etíope que se hacen más negros y misteriosos. Camina perdida entre las enormes columnas del templo, enfrentada a terribles encrucijadas, arrebatada por el amor hacia el hombre que domina a su pueblo.

Aida escucha la música de Verdi y comienza a cantar con toda el alma, porque morirá. Morirá pronto, en el último acto de la ópera. En el último acto de su vida.

El Calima, viento implacable, sobreviviente de siglos de vagancia sobre la Tierra, sopla con feroz malignidad durante cuatro jornadas de los hombres. Luego los abandona, con total desdén por sus afanes de mamíferos lampiños.

(Islas Canarias, España)

(De "Luna de Burdel")

lunes, 9 de noviembre de 2020

Esa cuesta

 





Cuesta Los Mantos. Fotografía Ana Victoria Durruty


Al hombre lo definen sus actos, no sus recuerdos.

El vengador del futuro.

 

Esa cuesta maldita impacienta a la mujer que maneja incómoda el Jeep azul y el tic que le hace recoger la mejilla cada vez que parpadea, se agudiza metro a metro en el lento ascenso.

“Honor y patria”, lindo nombre para torneo de box amateur.

-Ayer nací y mañana moriré, en el intertanto, la vida no me esperará, ni me dará la comida en la boca con cuchara de plata-, le había dicho Fermín antes de partir rumbo a Ovalle. Desde que se metió al club de boxeo de Combarbalá habla como si fuera para campeón de peso pesado, cuando apenas tiene cuerpo para peso mosca, con sus muslos cortos y escuálidos, y sus brazos largos y fibrosos que dan pábulo para las esperanzas de Hugo Pérez, el entrenador, más conocido en sus buenos tiempos como “Puño de Oro Pérez”.

Pero la mujer los conocía de antes, y todo el asunto del box de pobres le daba mala espina. Los del club ya eran viejos por aquel entonces, cuando los conoció hace como veinte años. Ahora están hechos unos viejos de porquería. El hecho de que estén vivos constituye una sorpresa mayúscula. Así mismo, con esdrújula. Así de exagerado.

Mercedes, la Meche, no quiere que el sol se ponga tan rápido, porque todavía tiene camino por delante antes de que empiece torneo. La belleza del atardecer la inquieta en vez de tranquilizarla. Fermín pelea en la tercera ronda, y esa cuesta maldita no la va a privar de darle un beso a su hijo antes de que enfrente el desafío. Un beso para la suerte. Un beso para espantar el miedo.

 

(Ovalle, Chile)


Fotografía: Ana Victoria Durruty

 

lunes, 2 de noviembre de 2020

La ciudad de los lagartos

 


No vi lagartos en Luxor. Ni vivos ni muertos.

Pero no fue por eso que me gustó más que Kom Ombo, con su templo a Sobek y su museo de los cocodrilos.

Luxor tiene a la venta buenas piedras preciosas y maravillosas esencias naturales herederas de tradicionales recetas escritas en los muros de sus templos.

Y eso era bastante fascinante no sólo para mí, sino también para la pareja de encantadoras chicas holandesas que habían llegado al mismo tiempo que yo a las puertas del templo dedicado a Amón-Ra, en el corazón de la antigua Tebas.

Nos fuimos quedando en Luxor con la tranquilidad de saber que Egypt Air tenía una redundante frecuencia de vuelos para llevarnos de vuelta a El Cairo el día y la hora que decidiéramos marcharnos.

Nuestras prolongadas conversaciones mientras caminábamos en la orilla del Nilo viendo subir y bajar a los turistas de sus cruceros fluviales solían terminar con la planificación de sofisticados viajes al África ecuatorial, que nos parecía una aventura posible, considerando una vez más las bondades de la línea aérea egipcia, que tenía vuelos regulares a cada una de las más importantes ciudades subsaharianas. Cote d’Ivoir era nuestro destino favorito, y pareció de lo más apropiado aprovechar las largas y plácidas jornadas en Luxor para tomar clases de francés. Pronto las tres estábamos asistiendo a sesiones de lengua árabe y adquiriendo nociones de cultura islámica.

Ocasionalmente el mal de Tut nos recordaba que éramos aves de paso en esas calles, pero las fiebres y los vómitos explosivos, no lograban mermar nuestro entusiasmo por descubrir nuevas comidas o probar extraños jugos de frutos maduros de dudosa procedencia servidos en vasos de peor higiene. Nunca tuvimos que recurrir al seguro de salud, porque más sabían los vecinos del edificio en que habíamos arrendado un pequeño departamento, que cualquier médico que nos recomendaran por teléfono desde Holanda o Canadá.

Pero lo que de verdad nos unía era la creciente complicidad en el conocimiento de los secretos de la aromaterapia. Asistíamos casi a diario a un boliche no muy bien aspectado por fuera, al igual que todas las construcciones de la ciudad que sufrían el rigor de la naturaleza y de los humanos, entre la falta de lluvias que limpiara las fachadas, los vientos que los salpicaban de arena, y la tradición de mantener las casas a medio construir para ir agregando pisos donde acoger a los nuevos matrimonios de los varios hijos.

Puertas adentro el panorama cambiaba radicalmente, y el gusto de los egipcios por los espejos, los brillos y las telas convertía la modesta casa en una fiesta para los sentidos. Y aunque no era eso lo que buscábamos, era un buen complemento para el aprendizaje de los aromas, las especies y las flores; y para la comprensión de sus usos y de sus propiedades.

Probablemente llevábamos demasiado tiempo visitando el lugar, y estábamos perdiendo la capacidad de asombro, para cuando Antje recibió la propuesta de Abdel Rashid de ser su tercera mujer.

No necesitamos ponernos de acuerdo para decidir tomar el vuelo que nos llevaría de vuelta a Barcelona, y de allí, las holandesas a Holanda y yo a Canadá.

 

-Y le dijo, recuerda esto, porque alguna vez será parte de un cuento.

-¿Es verdad? ¿Le dijo eso?

-Y no estaba loca, sólo un poco chiflada. Le gustaba hablar así. Pero respecto a los lagartos, en eso sí tenía razón.

 

 

 (Luxor, Egipto)

 

 

 

viernes, 16 de octubre de 2020

Todo pasa

Ávila. Fotografía www.carlosalameda.com

 -No siempre es fácil sonreír, pero siempre es bueno.

La filosofía barata de mi madre, me aburría. Sabía de todo un poco y muy poco. Ni se daba cuenta cuando estaba plagiando a Santa Teresa. Pero sus palabras tenían una fuerza conmovedora, que atravesaba el Atlántico y me llegaba sin filtro y se atravesaba en mis pensamientos mientras comía tranquila mis perdices escabechadas en la fría y antigua ciudad amurallada. La intensidad de su memoria me iba invadiendo.

-Todo pasa, nada queda-, decía desde el sentido común y sin tener idea que citaba casi al pie de la letra el verso que la doctora de la Iglesia había escrito en sus célebres poemas hacía ya más de quinientos años.

Mi madre era así.

Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa…

La sangre de nómade que me impulsaba a vagar sobre la superficie de la Tierra, me había llevado hasta Ávila ese invierno, y el frío parecía de lo más apropiado, dadas las circunstancias. Volver a la soltería después de tantos años de matrimonio medianamente bien avenido, como todas las cosas, tenía consecuencias positivas y negativas.

-Todo tiene un lado bueno y un lado no tanto-, en palabras –una vez más- de mi nunca bien ponderada señora madre.

Los años no habían pasado en vano y cuando me levanté de la mesa de la posada, el vino añejo y el exceso de aliños, hicieron su trabajo y el sueño comenzó a acecharme sin piedad. No logré recordar ninguna frase de mi madre apropiada para la situación. Y eso me pareció extraño.

Las campanas de una iglesia cercana fue lo último que escuché antes de dormir esa noche, mientras recordaba a Manuel que, aburrido de tantos periplos, estaría sentado en algún boliche de Bogotá, disfrutando un tinto, esos cafecitos cargados que disfrutamos los colombianos.

 

Ávila (España)

jueves, 8 de octubre de 2020

La Miserable Vida de los Recuerdos…

 



…muere cada día que se pierde en el horizonte. Con cada Luna llena que revienta en la noche amarilla de luz dulce, y con cada destello de amanecer anaranjado, cuando el Sol despierta relleno de jugosos cítricos indiscretos.

En Nantwich, a la vera del camino del tren de Liverpool a Londres, estacionado desde tiempos inmemorables, el pasado se resiste a vivir el olvido.

Una mini van Mercedez Benz con una docena de clientes de Bentley se estaciona en la calle rodeada de bellas casas isabelinas del siglo XVI.

Kristina y Tomas corren hacia la heladería jugando a esquivar a los visitantes.

La guía de pelo azul y muchas pecas que iluminan su rostro, va sonriendo con sus botas de agua Hunter y su paraguas blanco mientras los elegantes compradores de autos caros la siguen con genuino entusiasmo.

- Después de un incendio que prácticamente destruyó a todo el pueblo, Nantwich fue reconstruida en el siglo XVI, gracias al generoso aporte de la reina Isabel I. Sin embargo, de acuerdo a los registros históricos, tiene más de mil años-, va narrando mientras camina.

-¡Kristina!, ¡Tomas!- grita la madre apurada de los dos encantadores mellizos que corren adelante y parecen no escucharla.

Una pareja de hindues mayores se detiene para contemplar el espectáculo de los niños y sus risas alborotadas que dan vida a la apacible escena galesa.

Luego siguen a la guía que ya está en la puerta de la Iglesia de Santa María, parada entre las esculturas medievales del rostro de un hombre y una mujer que flanquean la entrada al bello edificio de piedra arenisca rosada.

-La Iglesia de Santa María fue construida en el siglo XIV y lo más destacado es su torre octogonal. Vamos a ingresar y podrán apreciar sus preciosas ventanas y su antiguo púlpito- explica la guía a sus fieles seguidores.

Kristina y Tomas pasan cada uno con un rico cono de helado de leche. La madre de las criaturas va a su saga, conversando animada por su celular.

Kristina y Tomas ríen y sus carcajadas se esparcen como chispitas de felicidad por la calle de casas de intrincadas y bellas fachadas de madera.

Los hindúes se miran uno al otro y lo deciden: ¡Ha llegado la hora de ser dueños de un Bentley!

 

 

(Nantwhich, Inglaterra)

viernes, 18 de septiembre de 2020

Bignonia rosa

 



Había olvidado el olor de las bignonias. La fragancia me trasportó instantáneamente a mi infancia. Esa noche el sutil aroma convirtió el 7 de febrero de ese año en una fecha para recordar. La llave de los recuerdos giró suavemente en la cerradura hermética de mi mente y junto con los grillos gritando en un rincón de las paredes de adobe, llegó el leve crujido del balancín de madera movido por el viento sur.

Sobre el puente de Avignon todos bailan, todos bailan. Sobre el puente de Avignon todos bailan y yo también. Bailan así, así me gusta a mí. La Elisa no tenía buena voz para cantar pero siempre lo hacía mientras empujaba el andamiaje que me llevaba de un lado a otro con una cadencia totalmente diferente, siguiendo su propio ritmo.

Sobre el puente de Avignon… Demoré en asimilar el mutismo repentino de la niñera pues estaba feliz meciéndome con el sol brillante en su cénit que me rozaba la piel tan dulce y suave. Un gorrión se acercó volando bajo y esquivó con naturalidad el palo superior del balancín.

El pajarito volaba muy alto y el silencio se prolongaba. Miré a la Elisa para saber qué sucedía y me encontré con mi tío Pedro Pablo parado a su lado. Ambos no dejaron de mirarme sin hablar hasta que el movimiento del juego cesó por inercia.

Que mis papás habían muerto. Que la cuesta. Que el auto. Que… La voz de la Elisa se perdió para siempre cuando llegué a la casa de mis padrinos y nunca volví a escuchar Sobre el puente de Avignon. Nunca más jugué en el jardín de mi casa y nunca más oí la risa de mi madre, ni el vozarrón de mi padre saludando al llegar de la parcela.

Sentí el frío de la montaña en mi espalda apenas el sol abandonó el horizonte. Las más altas montañas de Los Andes proporcionaban una sombra fría y oscura. El cielo estrellado no entregaba mayor alivio.

 

 (Combarbalá, Chile)

Del libro Luna de Burdel

sábado, 29 de agosto de 2020

Loca de amor




La Plaza Mayor estaba mitad sombra y mitad sol. El Arco de Cuchilleros me abrió paso antes de que me encandilara la luz reflejada en el enorme patio.

No sé si sería correcto decir que colgaba del teléfono celular o más bien estaba atada al aparato; lo cierto es que mi vida pendía de ese pequeño artefacto, porque era mi única conexión con Felipe. 

Algunos creían que me había trastornado un poco y me decían “Juana, la loca”; pero en vez de encerrarme en un castillo me recomendaban encarecidamente que concertara cita con el psiquiatra.

Las cosas no se habían dado nada bien.

Pasaban los días y no sabía nada de este hombre que me tenía asida a la conexión inalámbrica y me hacía estremecerme cada vez que el Galaxy parpadeaba.

Las cosas no se estaban dando bien.

Rozar con la yema de los dedos el reborde de una esquina de la Plaza Mayor y sentir la soledad de las almas que vagan sin destino desde los tiempos de su construcción. Imaginar a Plácido Domingo vagando por ahí, triste después de dirigir Madama Butterfly en el Teatro Real, porque ya no puede cantar como lo hacía.

Las cosas no tenían visos de que pudieran mejorar.

Saludar marcial la bandera española izada en un portal. Hablar. Hablar con Felipe. Eso era lo que me obsesionaba. Escuchar alguna razón. Oír una miserable explicación saliendo de su boca. Mirar su boca. Sentir su boca. Saborear su boca.

Las cosas tenían aspecto de ir empeorando.

Siempre fue demasiado hermoso. Demasiado elegante. Demasiado intenso. Demasiado apasionado. Felipe amaba a las mujeres y yo lo sabía desde antes de comenzar a vivir con él, esa inolvidable tarde de abril del año anterior. Y las mujeres amaban a Felipe. Lo miraban con osadía, con arrebato, con coquetería. Lo miraban y yo lo entendía. Las entendía, y me envidiaba a mí misma por la suerte de que fuera mío, mío, mío. Y de nadie más.

Las cosas no podían ser peores.

Cuando paso por su lado, la diosa Cibeles me mira con desprecio, y tiene motivos de sobra. Me he convertido en una sombra triste de lo que era. De lo que fui con Felipe, e incluso antes de Felipe. Y no me importa. No es relevante, porque lo único que necesito es volver a oír su voz, volver a mirarme en sus ojos, volver a descubrir mi cuerpo creado por sus manos. Pero, él no me llama, él no contesta mis llamadas, no sé dónde vive desde que me abandonó, y ni siquiera puedo afirmar con certeza que aún reside en Madrid. Es probable que emigrara de la ciudad o tal vez haya dejado el país. Puede estar muerto o vivo.

Las cosas siempre pueden ser peores.

Pasaron las semanas y los meses, y a la vuelta de un año, Felipe seguía incrustado en mi mente y en mi corazón, pero completamente fuera de mi alcance. Perdido de mala manera en algún lugar inaccesible. Muerto en vida para mí, mientras yo continuaba aferrada a ese cadáver emocional, que hedía y sólo generaba gastos médicos para el tratamiento de la depresión, la ansiedad, la angustia y todas esas terribles emociones que habían tomado posesión de mi alma que, por lo demás, ya ni siquiera era mía.


(Madrid, España)

















viernes, 28 de agosto de 2020

Mudita. Fotografía María José Puig
Mudita. Fotografía María José  Puig

 

Noticia en portal OvalleHoy que da cuenta de la labor literaria de Ana Durruty en 2020:

 https://ovallehoy.cl/la-pandemia-no-detiene-a-ana-durruty-publica-nueva-novela/


Mudita


Mudita es la segunda novela de Ana Durruty y narra la historia de Laura, a partir del momento en que esta mujer que anda en los 50 años de edad, inicia un proceso de reencuentro consigo misma, cuando finalmente tras años de silencio decide enfrentar la realidad. El proceso doloroso de romper las cadenas y hablar, primero consigo misma y luego con sus amigas, pone en evidencia su crisis de la edad adulta, con un matrimonio fracasado y dos hijos ausentes.

Las decisiones que toma Laura, determinan un futuro de consecuencias inesperadas.


El libro se puede adquirir en Amazon en sus versiones ebook e impresa, en el siguiente link:


 https://www.amazon.com/dp/B08G78D3FQ/ref=cm_sw_em_r_mt_awdb_.u-pFbJ2RF971

viernes, 31 de julio de 2020

Luna de Burdel



Foto: Ana V. Durruty

Buscaba en el prostíbulo de Vallenar a un delincuente que huía de la justicia.

El ambiente era hogareño, como una chirimoya madura forrada en papel de diario. Pero no olía tan bien. Olía de mil demonios y cuando le trajeron el vaso de vidrio tallado con poche, el deseo de beber no andaba nada cerca de sus deseos.

La vieja lo observaba fijamente.

-Es la Estrella. Fue la más linda de este lugar-, comentó la chiquilla que estaba sentada en su mesa.
A la Estrella del “Paraíso” los dientes se le habían ido cayendo uno por uno, como una plaga egipcia devastadora.

-Su nombre de verdad es Aldonza, por algo de un viejo loco que le gustaba a su papá. Pero más loco estaba el papá, la verdad.

La putita lo mira con un poco de deseo y otro tanto de desconfianza y sigue hablando como si le pagaran por ello. No dice nada que le sirva para su investigación, igual que todas las que interrogó antes.

-Dicen que era un español que llegó de Andalucía en busca de fortuna, y se terminó casando con la hija de un hacendado del valle, pero la mujer era frígida. Así que cuentan que buscó consuelo con una inquilina del campo. Cuando la Estrella nació, la mandó a criar en la ciudad con unos amigos que había hecho en sus noches de alboroto. Cuando ya estaba viejo vino a ver a su hija al Paraíso, pero ella no quiso verlo. Tampoco lo dejo conocer a su nieto. El único hijo que tuvo la Estrella se fue pa´l sur y parece que estudió en la universidad, gracias al trabajo de su madre. Aunque yo no creo esas historias, porque no conocí al viejo y nunca he visto al hijo.

El aire espeso por el humo de los cigarrillos mezclado con la humedad que brota de los cuerpos agitados, las luces opacas y las mujeres bailando provocativas al ritmo de la música de cumbias, lo empujan a abandonar el Paraíso.

Al salir, ya avanzada la tarde, el viento del desierto hace bailar la arena como un encaje de tul sobre sus cansados pies. El frío de cielo despejado lo obliga a arrugar el ceño y subirse el cuello del gamulán. Debe volver a la comisaría a hacer el informe sobre el fugitivo que no aparece, pero antes detiene el vehículo policial en un boliche que vende hot-dogs junto a la carretera.

(Vallenar, Chile)







Christmas Day




Chicago. Foto: Ana V. Durruty

뜻이 있는 곳에 길이 있다

Tenía tanta pena que me distraje y con los ojos velados por las lágrimas me perdí antes de llegar al barrio universitario. Me habían advertido que no me podía equivocar al abandonar la autopista pero iba tan concentrada en mi dolor que me equivoqué y fui a dar en un lugar completamente diferente al esperado. No se parecía en nada a los parques y los edificios limpios y ordenados que había visto mil veces en Google street view desde el seguro hogar de mis padres en Seúl.

Me habían repetido hasta el cansancio que era peligroso vagar por lugares como el que había ido a dar por descuido y que en los alrededores de la Universidad de Chicago podía uno encontrar razones para sentir miedo. Y lo estaba sintiendo. El GPS me hacía dar vueltas en redondo y pasaba una y otra vez frente al hombre que se drogaba en las gradas de la puerta de su casa, y me detenía una y otra vez en la luz roja en cuya esquina había un grupo de jóvenes con los brazos desnudos cubiertos de tatuajes. Y una y otra vez no me atrevía a bajar la ventanilla del auto para preguntar cómo salía de ahí para retomar la Interestatal 90 o a la 94. Sabía que mi destino estaba a unas pocas cuadras en línea recta por Garfied Blv. hacia el este, pero habían cortado el tránsito para alguna actividad comunitaria y yo continuaba dando vueltas por las mismas calles casi en estado de pánico, siempre al lado oeste de la austopista.

No había sido fácil ni agradable llegar a las instalaciones en que estaba mi habitación, y después de cuatro meses asistiendo a clases de mi magíster en economía, continuaba siendo poco confortable ese lugar que durante tantos años había sido el espacio predilecto de mis sueños.

Bon-Hwa, mi padre glorioso como lo indica su nombre; y Cho-Hee, mi madre hermosa y feliz; trataban de animarme cada vez que nos comunicábamos por Skype, con sus sonrisas que buscaban infundirme confianza y su inocente ignorancia de mis pesares.

Hyun, la más inteligente de la familia, no podía rendirse y aunque Dios no me hablaba al corazón desde la infancia, me refugiaba en largos monólogos apelando a cualquiera de sus atributos que pudiera contrarrestar mi desolación.

A medida que se acercaban las fiestas de fin de año, comencé a pensar que después de cuatro meses en Chicago, estaba condenada a pasar la Navidad sola. Absoluta y completamente alejada del resto de los millones de habitantes de la ciudad.

Allí, sobre la mesa del mi dormitorio reposaba la cajita con viejitos pascueros sin abrir. Eran unos muñequitos de cera rojos con una mecha saliendo de sus diminutos sombreros puntiagudos. Una y otra vez los miraba al salir a clases y al volver de ellas. Me saludaban con una sonrisa en la carita, esperando que me decidiera a ponerlos en algún lugar para celebrar juntos la Nochebuena. No me animaba, porque nada era capaz de mejorar mi ánimo. Cuando los cursos del semestre terminaron y los estudiantes comenzaron a partir a los muchos estados de los que provenían, ya sin tener siquiera el consuelo de compartir unas horas en una sala, me sentaba a observar las ventanas coloridas que cambiaban de rojo a amarillo y de azul a verde, al tiempo de las guirnaldas de luces. Podía imaginar los grandes pinos cubiertos de adornos mientras sus dueños conversaban y reían sin importarles la nieve que cubría las calles.

-¡Hyun!-, gritaba desde la vereda blanca una figura dentro de una gruesa parka gris, con un capuchón rodeado de piel que impedía distinguir sus facciones. Solamente cuando agitó sus brazos en alto con entusiasmo, acepté que se estaba dirigiendo a mí y le devolví un tímido saludo con la mano desde detrás de mi ventana.

La estridencia del citófono me confirmó su propósito. Cuando finalmente abrí la puerta, ahí estaba Claire, con su largo pelo suelto, con las mejillas sonrojadas por el frío y una sonrisa que la iluminaba.
Se dejó caer en el sillón y tomó la caja de viejos pascueros. Sin decir nada la abrió y los puso ordenados uno junto al otro sobre la mesita.

-Así están mejor ¿tienes fósforos?- dijo mientras yo aún sorprendida le preparaba una taza de chocolate caliente. Tomó el tazón con sus dos manos entumecidas y exclamó: -¡Feliz Navidad!

Como dice el proverbio  “donde hay voluntad, hay un camino”. Claire mi despistada compañera de Cálculo 1, tenía una disposición de oro y un corazón cálido y comprendí que el camino comenzaba a sonreírme y que los próximos años y las próximas navidades no estaría sola. Que aunque la pena te lleve por rutas equivocadas, algunas te dejan en la puerta de la amistad.


(Chicago, Estados Unidos)

(Luna de Burdel)

La noche de los jilgueros

Sotaquí, Chile. Foto: Ana V. Durruty


Dos veces chocó el jilguero contra el ventanal. Era una pequeña ave en sus primeros y atontados intentos después de salir del nido en la primaveral tarde de octubre. Su pecho amarillento, brilló como el oro iluminado por el sol y en su vuelo apremiado podía presentirse el palpitar del diminuto corazón al borde de quedar paralizado por el pánico.

-Hay días para morir al mediodía, -murmuró la anciana, que continuó divertida por el sonido de sus palabras: -me salió verso sin mayor esfuerzo.
-Abuela, a veces parece que invitaras a la muerte.
-Niña, hay que saber leer las señales del destino…
-¿Y eso se aprende? -respondió Jacinta que andaba en los curiosos diez años. La dulce colorina de mirada penetrante, reposaba sentada frente a la anciana, las manos entretenidas pintando flores infantiles con sus lápices de colores.
- Eso se sabe. Eso se intuye. Nadie te puede enseñar lo que no eres capaz de aprender por ti misma, Jacinta.

Luego, ambas siguieron en silencio. Una bordando el mantel rojo con rosas blancas y la otra dibujando en la hoja papel que se iba saturando de detalles a medida que transcurrían los minutos.

Más tarde, mucho después del almuerzo, el té de las cinco e incluso la cena, cuando la noche cayó sobre el valle y cubrió el pueblo de Sotaquí, la Muerte se detuvo a mirar por la ventana, y observó la plumita de jilguero que había quedado frágil y leve sobre el marco de madera. Tomó la señal entre sus huesudos y sabios dedos y siendo la medianoche exacta la depositó con sumo cuidado sobre la frente arrugada de la anciana.
  

(Sotaquí, Chile)

 (Luna de Burdel)

La Precariedad de las Mariposas



Foto: Ana V. Durruty

Nada es más precario que una mariposa amarilla justo antes del atardecer.

En Antofagasta, la ciudad maldita en medio del desierto, no hay muchas mariposas. Ni siquiera hay muchas arañas. El único bicho que acecha a los humanos es una plaga de pulgas odiosas que trepa por los zapatos y las bastillas donde se instalan ociosas a la espera del mejor momento para atacar las canillas.

Los hombres y mujeres del norte saben qué hacer cuando hace mucho calor y las pulgas organizan su zafarrancho de ataque. Por eso José se pone bruscamente de pie cuando advierte que lleva demasiado tiempo sentado en el banco de la plaza de calle Angamos. A él, como a tantos otros, el dinero del cobre le puso zapatillas de marca, pantalones largos de buena tela, anteojos de sol a la moda y loción masculina con esencia de pino. También le dio un vehículo del último año, una mujer consumista y un par de retoños insaciables, gorditos a punta de caramelos, bebidas azucaradas y muchas horas de televisión satelital.

El Pacífico acompaña al hombre joven y perfumado, durante unos ciento veinte kilómetros, en su ruta serpenteante antes de llegar a Gatico, una de las pocas caletas desparramadas en la costa entre Antofagasta y Tocopilla, a la vera del desierto más árido del planeta.

Se baja del jeep negro y camina unos pasos acercándose al mar. Sobre el roquerío se han ido apilando cientos de conchas de moluscos y la pestilencia precede al descubrimiento de la presencia de un mariscador con los pantalones arremangados, el torso desnudo y las manos callosas. Trabaja escarbando con afán machas y lapas, y tiene las uñas partidas y las cutículas teñidas con manchas violeta producto de la extracción de los excrementos de los animalejos.

El hombre levanta la mirada sólo cuando el recién llegado está suficientemente cerca para escucharlo sin tener que alzar la voz.

-Hola hijo ¿qué te trae por aquí?, dice clavando los ojos negros sobre José.

Una mariposa amarilla dibuja su sombra en la tarde. Antes de que el hijo responda, alza el vuelo y se pierde aleteando hacia la playa cercana. De pronto, hace un giro, se eleva y toma la senda hacia los cerros que el sol ha pintado de múltiples colores.


Antofagasta, Chile
(Luna de Burdel)

Antes


Foto: Ana Durruty


En un rincón del pensamiento de Dios
Antes de ser vaginal
Fortuita
Antes de migrar fugaz
Hacía la luz insoportable de la existencia
Antes de quedar atrapada
En la luz y la sal
En la sombra y la miel
Ya entonces
Antes aún
Temía
Con temor lacerante
Agudo
Con la lucidez terrible
De intuición pura
De la inconsciencia plena
Del ser
Y del comenzar a no ser
Había de nacer entonces
Y ya palpitaba la angustia primaria
Del dolor antes de saber que era un ser que llegaría a saber que nunca sabría todo lo que se podía saber.

martes, 7 de julio de 2020

Esfínteres mentales


Fotografía: Ana Durruty

Del Pireo sólo recuerdo los malecones de cemento y la aduana con el chofer esperándome afuera. De Atenas casi no tengo memoria.

Parada en la Acrópolis bajo el sol griego mis short y blusa de algodón liviano eran perfectos para las fotos del recuerdo, pero nada apropiados para la solemnidad del momento. Sé que mi insolencia gatilló su molestia. Ella quería que yo vistiera de blanco; de larga y elegante túnica blanca. Necesitaba deshacerme de mis prendas oscuras, así que me desprendí lo más rápido que pude de todo lo que llevaba puesto.

Los guardias de azul se abalanzaron sobre mí, y la enorme masa de viajeros provenientes de todos los rincones del mundo reaccionó presta con todos los aparatos electrónicos a su alcance para generar una infinitud de imágenes que registraron el momento.

Pero no me importó demasiado. Ni poco, ni mucho.

Porque fue entonces cuando me habló Afrodita. Cuando desembarqué en El Pireo nunca imaginé que hablaría con una diosa; pero, así se dieron las cosas.

 (Atenas, Grecia)



lunes, 29 de junio de 2020

Clausurado



El palacio, el tocadiscos.

El tocadiscos, el palacio.

Mon amour, Aranjuez.

La arboleda anaranjada era dueña de una alfombra dorada de hojas a un tris de morir. Y los pies de la joven sentían verdadero placer de pisar la crujiente cubierta vegetal, mientras avanzaba en medio de la desolación más absoluta desde la estación de trenes rumbo al palacio de Aranjuez.

El ritmo del concierto bordaba espirales dolorosas en los pensamientos de Matilde, pero la energía de la guitarra andaluza la hacía mover el cuerpo como si disfrutara de un momento de particular felicidad.

El palacio se presentó con amabilidad, escoltado por sus grandes magnolios y la algarabía de cientos de pájaros cantores, los mismos que algún día inspiraron al creador de la música que se revolvía en el interior atormentado de Matilde. Pero, era día feriado en España y el motivo del viaje y del empeño de la extranjera, permanecía cerrado. Clausurado. Impenetrable. Con sus fuentes de agua apagadas y silenciosas.

Unos poquísimos turistas tan despistados con ella, circulaban por los jardines exteriores. Matilde se sentó en unas gradas distribuidas a modo de graderías, junto a algunas hojas secas de árboles que nadie había barrido y permanecieron allí como su única compañía.

La melodía de la guitarra lastimera atravesaba el tiempo y la llevaba y la traía, del palacio a la casa de su abuelo por allá en el sur del mundo, en un pueblo sudamericano. El abuelo había muerto heredándole el chelo que él tocaba en las tardes solitarias y el disco con la versión del concierto de Joaquín Rodrigo cantada por Richard Anthony.

Cuando no habían transcurrido más de un par de medias horas, el sonido de las tripas vacías aterrizó de un solo golpe a Matilde.

Caminó de regreso por el sendero. Esta vez no le importaba mucho las hojarasca bajo sus pasos y llegó rápido al local de venta de la estación, y mientras esperaba el tren de vuelta que la llevaría a Madrid, engulló unos trozos de buen pan con chorizo, que insistían en atorarse en su garganta apretada por las lágrimas que se negaban a brotar de sus hermosos ojos.



Aranjuez, España



domingo, 21 de junio de 2020

Desorden de Paisaje

Cusco, Perú. Fotografía Ana Durruty


A veces, antes de dormir, uno rehúye el sueño, porque se parece demasiado a la muerte.

En las alturas altiplánicas de los Andes esto parece ser mucho más cierto.

Pudo ser en cualquier parte del ancho mundo, pero fue en el Cusco donde me enamoré. No de un hombre. Ni de una mujer. Tampoco de Machu Pichu, con su altanería plenamente justificada por la majestuosidad milenaria. Ni de ideales ajenos, ni de sueños románticos. Ni de misticismo añejos al cobijo de los retablos de plata labrada que obligan a mirar al cielo.

Despierta la noche entera, la cabeza revuelta por el mal de altura, la ciudad dorada y brillante a mis pies desde el balcón del hotel.

Pudo ser el soroche, o las agüitas de hojas de coca que tomé para combatir los malestares varios que me asaltaron apenas un par de horas después de aterrizar en el Cusco. Para todos los efectos, el resultado es el mismo. Hurgar demasiado en la causa exacta resulta inoficioso. Lo que puede ser interesante es el recorrido previo, el mismo de todos los turistas que quieren descubrir lo descubierto hace más de quinientos años.

Había pasado tanto tiempo odiándome a mi misma, tratando de agradar a otros a los que no les agradaba, mirándome a los ojos con pena y lamentando las palabras que salían de mi boca, que la vida comenzaba a parecerme ajena y desproporcionada para mis escasa fuerzas mentales.

Desvelada hasta que el Sol aparecía detrás de las montañas, fue en las alturas del altiplano peruano donde me enamoré de mí.

(Cusco, Perú)