La Plaza Mayor estaba mitad sombra y mitad sol. El Arco de Cuchilleros me abrió paso antes de que me encandilara la luz reflejada en el enorme patio.
No sé si sería correcto decir que colgaba del teléfono celular o más bien estaba atada al aparato; lo cierto es que mi vida pendía de ese pequeño artefacto, porque era mi única conexión con Felipe.
Algunos creían que me había trastornado un poco y me decían “Juana, la loca”; pero en vez de encerrarme en un castillo me recomendaban encarecidamente que concertara cita con el psiquiatra.
Las cosas no se habían dado nada bien.
Pasaban los días y no sabía nada de este hombre que me tenía asida a la conexión inalámbrica y me hacía estremecerme cada vez que el Galaxy parpadeaba.
Las cosas no se estaban dando bien.
Rozar con la yema de los dedos el reborde de una esquina de la Plaza Mayor y sentir la soledad de las almas que vagan sin destino desde los tiempos de su construcción. Imaginar a Plácido Domingo vagando por ahí, triste después de dirigir Madama Butterfly en el Teatro Real, porque ya no puede cantar como lo hacía.
Las cosas no tenían visos de que pudieran mejorar.
Saludar marcial la bandera española izada en un portal. Hablar. Hablar con Felipe. Eso era lo que me obsesionaba. Escuchar alguna razón. Oír una miserable explicación saliendo de su boca. Mirar su boca. Sentir su boca. Saborear su boca.
Las cosas tenían aspecto de ir empeorando.
Siempre fue demasiado hermoso. Demasiado elegante. Demasiado intenso. Demasiado apasionado. Felipe amaba a las mujeres y yo lo sabía desde antes de comenzar a vivir con él, esa inolvidable tarde de abril del año anterior. Y las mujeres amaban a Felipe. Lo miraban con osadía, con arrebato, con coquetería. Lo miraban y yo lo entendía. Las entendía, y me envidiaba a mí misma por la suerte de que fuera mío, mío, mío. Y de nadie más.
Las cosas no podían ser peores.
Cuando paso por su lado, la diosa Cibeles me mira con desprecio, y tiene motivos de sobra. Me he convertido en una sombra triste de lo que era. De lo que fui con Felipe, e incluso antes de Felipe. Y no me importa. No es relevante, porque lo único que necesito es volver a oír su voz, volver a mirarme en sus ojos, volver a descubrir mi cuerpo creado por sus manos. Pero, él no me llama, él no contesta mis llamadas, no sé dónde vive desde que me abandonó, y ni siquiera puedo afirmar con certeza que aún reside en Madrid. Es probable que emigrara de la ciudad o tal vez haya dejado el país. Puede estar muerto o vivo.
Las cosas siempre pueden ser peores.
Pasaron las semanas y los meses, y a la vuelta de un año, Felipe seguía incrustado en mi mente y en mi corazón, pero completamente fuera de mi alcance. Perdido de mala manera en algún lugar inaccesible. Muerto en vida para mí, mientras yo continuaba aferrada a ese cadáver emocional, que hedía y sólo generaba gastos médicos para el tratamiento de la depresión, la ansiedad, la angustia y todas esas terribles emociones que habían tomado posesión de mi alma que, por lo demás, ya ni siquiera era mía.
(Madrid, España)
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