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viernes, 31 de julio de 2020

Luna de Burdel



Foto: Ana V. Durruty

Buscaba en el prostíbulo de Vallenar a un delincuente que huía de la justicia.

El ambiente era hogareño, como una chirimoya madura forrada en papel de diario. Pero no olía tan bien. Olía de mil demonios y cuando le trajeron el vaso de vidrio tallado con poche, el deseo de beber no andaba nada cerca de sus deseos.

La vieja lo observaba fijamente.

-Es la Estrella. Fue la más linda de este lugar-, comentó la chiquilla que estaba sentada en su mesa.
A la Estrella del “Paraíso” los dientes se le habían ido cayendo uno por uno, como una plaga egipcia devastadora.

-Su nombre de verdad es Aldonza, por algo de un viejo loco que le gustaba a su papá. Pero más loco estaba el papá, la verdad.

La putita lo mira con un poco de deseo y otro tanto de desconfianza y sigue hablando como si le pagaran por ello. No dice nada que le sirva para su investigación, igual que todas las que interrogó antes.

-Dicen que era un español que llegó de Andalucía en busca de fortuna, y se terminó casando con la hija de un hacendado del valle, pero la mujer era frígida. Así que cuentan que buscó consuelo con una inquilina del campo. Cuando la Estrella nació, la mandó a criar en la ciudad con unos amigos que había hecho en sus noches de alboroto. Cuando ya estaba viejo vino a ver a su hija al Paraíso, pero ella no quiso verlo. Tampoco lo dejo conocer a su nieto. El único hijo que tuvo la Estrella se fue pa´l sur y parece que estudió en la universidad, gracias al trabajo de su madre. Aunque yo no creo esas historias, porque no conocí al viejo y nunca he visto al hijo.

El aire espeso por el humo de los cigarrillos mezclado con la humedad que brota de los cuerpos agitados, las luces opacas y las mujeres bailando provocativas al ritmo de la música de cumbias, lo empujan a abandonar el Paraíso.

Al salir, ya avanzada la tarde, el viento del desierto hace bailar la arena como un encaje de tul sobre sus cansados pies. El frío de cielo despejado lo obliga a arrugar el ceño y subirse el cuello del gamulán. Debe volver a la comisaría a hacer el informe sobre el fugitivo que no aparece, pero antes detiene el vehículo policial en un boliche que vende hot-dogs junto a la carretera.

(Vallenar, Chile)







Christmas Day




Chicago. Foto: Ana V. Durruty

뜻이 있는 곳에 길이 있다

Tenía tanta pena que me distraje y con los ojos velados por las lágrimas me perdí antes de llegar al barrio universitario. Me habían advertido que no me podía equivocar al abandonar la autopista pero iba tan concentrada en mi dolor que me equivoqué y fui a dar en un lugar completamente diferente al esperado. No se parecía en nada a los parques y los edificios limpios y ordenados que había visto mil veces en Google street view desde el seguro hogar de mis padres en Seúl.

Me habían repetido hasta el cansancio que era peligroso vagar por lugares como el que había ido a dar por descuido y que en los alrededores de la Universidad de Chicago podía uno encontrar razones para sentir miedo. Y lo estaba sintiendo. El GPS me hacía dar vueltas en redondo y pasaba una y otra vez frente al hombre que se drogaba en las gradas de la puerta de su casa, y me detenía una y otra vez en la luz roja en cuya esquina había un grupo de jóvenes con los brazos desnudos cubiertos de tatuajes. Y una y otra vez no me atrevía a bajar la ventanilla del auto para preguntar cómo salía de ahí para retomar la Interestatal 90 o a la 94. Sabía que mi destino estaba a unas pocas cuadras en línea recta por Garfied Blv. hacia el este, pero habían cortado el tránsito para alguna actividad comunitaria y yo continuaba dando vueltas por las mismas calles casi en estado de pánico, siempre al lado oeste de la austopista.

No había sido fácil ni agradable llegar a las instalaciones en que estaba mi habitación, y después de cuatro meses asistiendo a clases de mi magíster en economía, continuaba siendo poco confortable ese lugar que durante tantos años había sido el espacio predilecto de mis sueños.

Bon-Hwa, mi padre glorioso como lo indica su nombre; y Cho-Hee, mi madre hermosa y feliz; trataban de animarme cada vez que nos comunicábamos por Skype, con sus sonrisas que buscaban infundirme confianza y su inocente ignorancia de mis pesares.

Hyun, la más inteligente de la familia, no podía rendirse y aunque Dios no me hablaba al corazón desde la infancia, me refugiaba en largos monólogos apelando a cualquiera de sus atributos que pudiera contrarrestar mi desolación.

A medida que se acercaban las fiestas de fin de año, comencé a pensar que después de cuatro meses en Chicago, estaba condenada a pasar la Navidad sola. Absoluta y completamente alejada del resto de los millones de habitantes de la ciudad.

Allí, sobre la mesa del mi dormitorio reposaba la cajita con viejitos pascueros sin abrir. Eran unos muñequitos de cera rojos con una mecha saliendo de sus diminutos sombreros puntiagudos. Una y otra vez los miraba al salir a clases y al volver de ellas. Me saludaban con una sonrisa en la carita, esperando que me decidiera a ponerlos en algún lugar para celebrar juntos la Nochebuena. No me animaba, porque nada era capaz de mejorar mi ánimo. Cuando los cursos del semestre terminaron y los estudiantes comenzaron a partir a los muchos estados de los que provenían, ya sin tener siquiera el consuelo de compartir unas horas en una sala, me sentaba a observar las ventanas coloridas que cambiaban de rojo a amarillo y de azul a verde, al tiempo de las guirnaldas de luces. Podía imaginar los grandes pinos cubiertos de adornos mientras sus dueños conversaban y reían sin importarles la nieve que cubría las calles.

-¡Hyun!-, gritaba desde la vereda blanca una figura dentro de una gruesa parka gris, con un capuchón rodeado de piel que impedía distinguir sus facciones. Solamente cuando agitó sus brazos en alto con entusiasmo, acepté que se estaba dirigiendo a mí y le devolví un tímido saludo con la mano desde detrás de mi ventana.

La estridencia del citófono me confirmó su propósito. Cuando finalmente abrí la puerta, ahí estaba Claire, con su largo pelo suelto, con las mejillas sonrojadas por el frío y una sonrisa que la iluminaba.
Se dejó caer en el sillón y tomó la caja de viejos pascueros. Sin decir nada la abrió y los puso ordenados uno junto al otro sobre la mesita.

-Así están mejor ¿tienes fósforos?- dijo mientras yo aún sorprendida le preparaba una taza de chocolate caliente. Tomó el tazón con sus dos manos entumecidas y exclamó: -¡Feliz Navidad!

Como dice el proverbio  “donde hay voluntad, hay un camino”. Claire mi despistada compañera de Cálculo 1, tenía una disposición de oro y un corazón cálido y comprendí que el camino comenzaba a sonreírme y que los próximos años y las próximas navidades no estaría sola. Que aunque la pena te lleve por rutas equivocadas, algunas te dejan en la puerta de la amistad.


(Chicago, Estados Unidos)

(Luna de Burdel)

La noche de los jilgueros

Sotaquí, Chile. Foto: Ana V. Durruty


Dos veces chocó el jilguero contra el ventanal. Era una pequeña ave en sus primeros y atontados intentos después de salir del nido en la primaveral tarde de octubre. Su pecho amarillento, brilló como el oro iluminado por el sol y en su vuelo apremiado podía presentirse el palpitar del diminuto corazón al borde de quedar paralizado por el pánico.

-Hay días para morir al mediodía, -murmuró la anciana, que continuó divertida por el sonido de sus palabras: -me salió verso sin mayor esfuerzo.
-Abuela, a veces parece que invitaras a la muerte.
-Niña, hay que saber leer las señales del destino…
-¿Y eso se aprende? -respondió Jacinta que andaba en los curiosos diez años. La dulce colorina de mirada penetrante, reposaba sentada frente a la anciana, las manos entretenidas pintando flores infantiles con sus lápices de colores.
- Eso se sabe. Eso se intuye. Nadie te puede enseñar lo que no eres capaz de aprender por ti misma, Jacinta.

Luego, ambas siguieron en silencio. Una bordando el mantel rojo con rosas blancas y la otra dibujando en la hoja papel que se iba saturando de detalles a medida que transcurrían los minutos.

Más tarde, mucho después del almuerzo, el té de las cinco e incluso la cena, cuando la noche cayó sobre el valle y cubrió el pueblo de Sotaquí, la Muerte se detuvo a mirar por la ventana, y observó la plumita de jilguero que había quedado frágil y leve sobre el marco de madera. Tomó la señal entre sus huesudos y sabios dedos y siendo la medianoche exacta la depositó con sumo cuidado sobre la frente arrugada de la anciana.
  

(Sotaquí, Chile)

 (Luna de Burdel)

La Precariedad de las Mariposas



Foto: Ana V. Durruty

Nada es más precario que una mariposa amarilla justo antes del atardecer.

En Antofagasta, la ciudad maldita en medio del desierto, no hay muchas mariposas. Ni siquiera hay muchas arañas. El único bicho que acecha a los humanos es una plaga de pulgas odiosas que trepa por los zapatos y las bastillas donde se instalan ociosas a la espera del mejor momento para atacar las canillas.

Los hombres y mujeres del norte saben qué hacer cuando hace mucho calor y las pulgas organizan su zafarrancho de ataque. Por eso José se pone bruscamente de pie cuando advierte que lleva demasiado tiempo sentado en el banco de la plaza de calle Angamos. A él, como a tantos otros, el dinero del cobre le puso zapatillas de marca, pantalones largos de buena tela, anteojos de sol a la moda y loción masculina con esencia de pino. También le dio un vehículo del último año, una mujer consumista y un par de retoños insaciables, gorditos a punta de caramelos, bebidas azucaradas y muchas horas de televisión satelital.

El Pacífico acompaña al hombre joven y perfumado, durante unos ciento veinte kilómetros, en su ruta serpenteante antes de llegar a Gatico, una de las pocas caletas desparramadas en la costa entre Antofagasta y Tocopilla, a la vera del desierto más árido del planeta.

Se baja del jeep negro y camina unos pasos acercándose al mar. Sobre el roquerío se han ido apilando cientos de conchas de moluscos y la pestilencia precede al descubrimiento de la presencia de un mariscador con los pantalones arremangados, el torso desnudo y las manos callosas. Trabaja escarbando con afán machas y lapas, y tiene las uñas partidas y las cutículas teñidas con manchas violeta producto de la extracción de los excrementos de los animalejos.

El hombre levanta la mirada sólo cuando el recién llegado está suficientemente cerca para escucharlo sin tener que alzar la voz.

-Hola hijo ¿qué te trae por aquí?, dice clavando los ojos negros sobre José.

Una mariposa amarilla dibuja su sombra en la tarde. Antes de que el hijo responda, alza el vuelo y se pierde aleteando hacia la playa cercana. De pronto, hace un giro, se eleva y toma la senda hacia los cerros que el sol ha pintado de múltiples colores.


Antofagasta, Chile
(Luna de Burdel)

Antes


Foto: Ana Durruty


En un rincón del pensamiento de Dios
Antes de ser vaginal
Fortuita
Antes de migrar fugaz
Hacía la luz insoportable de la existencia
Antes de quedar atrapada
En la luz y la sal
En la sombra y la miel
Ya entonces
Antes aún
Temía
Con temor lacerante
Agudo
Con la lucidez terrible
De intuición pura
De la inconsciencia plena
Del ser
Y del comenzar a no ser
Había de nacer entonces
Y ya palpitaba la angustia primaria
Del dolor antes de saber que era un ser que llegaría a saber que nunca sabría todo lo que se podía saber.

martes, 7 de julio de 2020

Esfínteres mentales


Fotografía: Ana Durruty

Del Pireo sólo recuerdo los malecones de cemento y la aduana con el chofer esperándome afuera. De Atenas casi no tengo memoria.

Parada en la Acrópolis bajo el sol griego mis short y blusa de algodón liviano eran perfectos para las fotos del recuerdo, pero nada apropiados para la solemnidad del momento. Sé que mi insolencia gatilló su molestia. Ella quería que yo vistiera de blanco; de larga y elegante túnica blanca. Necesitaba deshacerme de mis prendas oscuras, así que me desprendí lo más rápido que pude de todo lo que llevaba puesto.

Los guardias de azul se abalanzaron sobre mí, y la enorme masa de viajeros provenientes de todos los rincones del mundo reaccionó presta con todos los aparatos electrónicos a su alcance para generar una infinitud de imágenes que registraron el momento.

Pero no me importó demasiado. Ni poco, ni mucho.

Porque fue entonces cuando me habló Afrodita. Cuando desembarqué en El Pireo nunca imaginé que hablaría con una diosa; pero, así se dieron las cosas.

 (Atenas, Grecia)