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lunes, 9 de noviembre de 2020

Esa cuesta

 





Cuesta Los Mantos. Fotografía Ana Victoria Durruty


Al hombre lo definen sus actos, no sus recuerdos.

El vengador del futuro.

 

Esa cuesta maldita impacienta a la mujer que maneja incómoda el Jeep azul y el tic que le hace recoger la mejilla cada vez que parpadea, se agudiza metro a metro en el lento ascenso.

“Honor y patria”, lindo nombre para torneo de box amateur.

-Ayer nací y mañana moriré, en el intertanto, la vida no me esperará, ni me dará la comida en la boca con cuchara de plata-, le había dicho Fermín antes de partir rumbo a Ovalle. Desde que se metió al club de boxeo de Combarbalá habla como si fuera para campeón de peso pesado, cuando apenas tiene cuerpo para peso mosca, con sus muslos cortos y escuálidos, y sus brazos largos y fibrosos que dan pábulo para las esperanzas de Hugo Pérez, el entrenador, más conocido en sus buenos tiempos como “Puño de Oro Pérez”.

Pero la mujer los conocía de antes, y todo el asunto del box de pobres le daba mala espina. Los del club ya eran viejos por aquel entonces, cuando los conoció hace como veinte años. Ahora están hechos unos viejos de porquería. El hecho de que estén vivos constituye una sorpresa mayúscula. Así mismo, con esdrújula. Así de exagerado.

Mercedes, la Meche, no quiere que el sol se ponga tan rápido, porque todavía tiene camino por delante antes de que empiece torneo. La belleza del atardecer la inquieta en vez de tranquilizarla. Fermín pelea en la tercera ronda, y esa cuesta maldita no la va a privar de darle un beso a su hijo antes de que enfrente el desafío. Un beso para la suerte. Un beso para espantar el miedo.

 

(Ovalle, Chile)


Fotografía: Ana Victoria Durruty

 

lunes, 2 de noviembre de 2020

La ciudad de los lagartos

 


No vi lagartos en Luxor. Ni vivos ni muertos.

Pero no fue por eso que me gustó más que Kom Ombo, con su templo a Sobek y su museo de los cocodrilos.

Luxor tiene a la venta buenas piedras preciosas y maravillosas esencias naturales herederas de tradicionales recetas escritas en los muros de sus templos.

Y eso era bastante fascinante no sólo para mí, sino también para la pareja de encantadoras chicas holandesas que habían llegado al mismo tiempo que yo a las puertas del templo dedicado a Amón-Ra, en el corazón de la antigua Tebas.

Nos fuimos quedando en Luxor con la tranquilidad de saber que Egypt Air tenía una redundante frecuencia de vuelos para llevarnos de vuelta a El Cairo el día y la hora que decidiéramos marcharnos.

Nuestras prolongadas conversaciones mientras caminábamos en la orilla del Nilo viendo subir y bajar a los turistas de sus cruceros fluviales solían terminar con la planificación de sofisticados viajes al África ecuatorial, que nos parecía una aventura posible, considerando una vez más las bondades de la línea aérea egipcia, que tenía vuelos regulares a cada una de las más importantes ciudades subsaharianas. Cote d’Ivoir era nuestro destino favorito, y pareció de lo más apropiado aprovechar las largas y plácidas jornadas en Luxor para tomar clases de francés. Pronto las tres estábamos asistiendo a sesiones de lengua árabe y adquiriendo nociones de cultura islámica.

Ocasionalmente el mal de Tut nos recordaba que éramos aves de paso en esas calles, pero las fiebres y los vómitos explosivos, no lograban mermar nuestro entusiasmo por descubrir nuevas comidas o probar extraños jugos de frutos maduros de dudosa procedencia servidos en vasos de peor higiene. Nunca tuvimos que recurrir al seguro de salud, porque más sabían los vecinos del edificio en que habíamos arrendado un pequeño departamento, que cualquier médico que nos recomendaran por teléfono desde Holanda o Canadá.

Pero lo que de verdad nos unía era la creciente complicidad en el conocimiento de los secretos de la aromaterapia. Asistíamos casi a diario a un boliche no muy bien aspectado por fuera, al igual que todas las construcciones de la ciudad que sufrían el rigor de la naturaleza y de los humanos, entre la falta de lluvias que limpiara las fachadas, los vientos que los salpicaban de arena, y la tradición de mantener las casas a medio construir para ir agregando pisos donde acoger a los nuevos matrimonios de los varios hijos.

Puertas adentro el panorama cambiaba radicalmente, y el gusto de los egipcios por los espejos, los brillos y las telas convertía la modesta casa en una fiesta para los sentidos. Y aunque no era eso lo que buscábamos, era un buen complemento para el aprendizaje de los aromas, las especies y las flores; y para la comprensión de sus usos y de sus propiedades.

Probablemente llevábamos demasiado tiempo visitando el lugar, y estábamos perdiendo la capacidad de asombro, para cuando Antje recibió la propuesta de Abdel Rashid de ser su tercera mujer.

No necesitamos ponernos de acuerdo para decidir tomar el vuelo que nos llevaría de vuelta a Barcelona, y de allí, las holandesas a Holanda y yo a Canadá.

 

-Y le dijo, recuerda esto, porque alguna vez será parte de un cuento.

-¿Es verdad? ¿Le dijo eso?

-Y no estaba loca, sólo un poco chiflada. Le gustaba hablar así. Pero respecto a los lagartos, en eso sí tenía razón.

 

 

 (Luxor, Egipto)