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viernes, 31 de julio de 2020

Christmas Day




Chicago. Foto: Ana V. Durruty

뜻이 있는 곳에 길이 있다

Tenía tanta pena que me distraje y con los ojos velados por las lágrimas me perdí antes de llegar al barrio universitario. Me habían advertido que no me podía equivocar al abandonar la autopista pero iba tan concentrada en mi dolor que me equivoqué y fui a dar en un lugar completamente diferente al esperado. No se parecía en nada a los parques y los edificios limpios y ordenados que había visto mil veces en Google street view desde el seguro hogar de mis padres en Seúl.

Me habían repetido hasta el cansancio que era peligroso vagar por lugares como el que había ido a dar por descuido y que en los alrededores de la Universidad de Chicago podía uno encontrar razones para sentir miedo. Y lo estaba sintiendo. El GPS me hacía dar vueltas en redondo y pasaba una y otra vez frente al hombre que se drogaba en las gradas de la puerta de su casa, y me detenía una y otra vez en la luz roja en cuya esquina había un grupo de jóvenes con los brazos desnudos cubiertos de tatuajes. Y una y otra vez no me atrevía a bajar la ventanilla del auto para preguntar cómo salía de ahí para retomar la Interestatal 90 o a la 94. Sabía que mi destino estaba a unas pocas cuadras en línea recta por Garfied Blv. hacia el este, pero habían cortado el tránsito para alguna actividad comunitaria y yo continuaba dando vueltas por las mismas calles casi en estado de pánico, siempre al lado oeste de la austopista.

No había sido fácil ni agradable llegar a las instalaciones en que estaba mi habitación, y después de cuatro meses asistiendo a clases de mi magíster en economía, continuaba siendo poco confortable ese lugar que durante tantos años había sido el espacio predilecto de mis sueños.

Bon-Hwa, mi padre glorioso como lo indica su nombre; y Cho-Hee, mi madre hermosa y feliz; trataban de animarme cada vez que nos comunicábamos por Skype, con sus sonrisas que buscaban infundirme confianza y su inocente ignorancia de mis pesares.

Hyun, la más inteligente de la familia, no podía rendirse y aunque Dios no me hablaba al corazón desde la infancia, me refugiaba en largos monólogos apelando a cualquiera de sus atributos que pudiera contrarrestar mi desolación.

A medida que se acercaban las fiestas de fin de año, comencé a pensar que después de cuatro meses en Chicago, estaba condenada a pasar la Navidad sola. Absoluta y completamente alejada del resto de los millones de habitantes de la ciudad.

Allí, sobre la mesa del mi dormitorio reposaba la cajita con viejitos pascueros sin abrir. Eran unos muñequitos de cera rojos con una mecha saliendo de sus diminutos sombreros puntiagudos. Una y otra vez los miraba al salir a clases y al volver de ellas. Me saludaban con una sonrisa en la carita, esperando que me decidiera a ponerlos en algún lugar para celebrar juntos la Nochebuena. No me animaba, porque nada era capaz de mejorar mi ánimo. Cuando los cursos del semestre terminaron y los estudiantes comenzaron a partir a los muchos estados de los que provenían, ya sin tener siquiera el consuelo de compartir unas horas en una sala, me sentaba a observar las ventanas coloridas que cambiaban de rojo a amarillo y de azul a verde, al tiempo de las guirnaldas de luces. Podía imaginar los grandes pinos cubiertos de adornos mientras sus dueños conversaban y reían sin importarles la nieve que cubría las calles.

-¡Hyun!-, gritaba desde la vereda blanca una figura dentro de una gruesa parka gris, con un capuchón rodeado de piel que impedía distinguir sus facciones. Solamente cuando agitó sus brazos en alto con entusiasmo, acepté que se estaba dirigiendo a mí y le devolví un tímido saludo con la mano desde detrás de mi ventana.

La estridencia del citófono me confirmó su propósito. Cuando finalmente abrí la puerta, ahí estaba Claire, con su largo pelo suelto, con las mejillas sonrojadas por el frío y una sonrisa que la iluminaba.
Se dejó caer en el sillón y tomó la caja de viejos pascueros. Sin decir nada la abrió y los puso ordenados uno junto al otro sobre la mesita.

-Así están mejor ¿tienes fósforos?- dijo mientras yo aún sorprendida le preparaba una taza de chocolate caliente. Tomó el tazón con sus dos manos entumecidas y exclamó: -¡Feliz Navidad!

Como dice el proverbio  “donde hay voluntad, hay un camino”. Claire mi despistada compañera de Cálculo 1, tenía una disposición de oro y un corazón cálido y comprendí que el camino comenzaba a sonreírme y que los próximos años y las próximas navidades no estaría sola. Que aunque la pena te lleve por rutas equivocadas, algunas te dejan en la puerta de la amistad.


(Chicago, Estados Unidos)

(Luna de Burdel)

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