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viernes, 31 de julio de 2020

La noche de los jilgueros

Sotaquí, Chile. Foto: Ana V. Durruty


Dos veces chocó el jilguero contra el ventanal. Era una pequeña ave en sus primeros y atontados intentos después de salir del nido en la primaveral tarde de octubre. Su pecho amarillento, brilló como el oro iluminado por el sol y en su vuelo apremiado podía presentirse el palpitar del diminuto corazón al borde de quedar paralizado por el pánico.

-Hay días para morir al mediodía, -murmuró la anciana, que continuó divertida por el sonido de sus palabras: -me salió verso sin mayor esfuerzo.
-Abuela, a veces parece que invitaras a la muerte.
-Niña, hay que saber leer las señales del destino…
-¿Y eso se aprende? -respondió Jacinta que andaba en los curiosos diez años. La dulce colorina de mirada penetrante, reposaba sentada frente a la anciana, las manos entretenidas pintando flores infantiles con sus lápices de colores.
- Eso se sabe. Eso se intuye. Nadie te puede enseñar lo que no eres capaz de aprender por ti misma, Jacinta.

Luego, ambas siguieron en silencio. Una bordando el mantel rojo con rosas blancas y la otra dibujando en la hoja papel que se iba saturando de detalles a medida que transcurrían los minutos.

Más tarde, mucho después del almuerzo, el té de las cinco e incluso la cena, cuando la noche cayó sobre el valle y cubrió el pueblo de Sotaquí, la Muerte se detuvo a mirar por la ventana, y observó la plumita de jilguero que había quedado frágil y leve sobre el marco de madera. Tomó la señal entre sus huesudos y sabios dedos y siendo la medianoche exacta la depositó con sumo cuidado sobre la frente arrugada de la anciana.
  

(Sotaquí, Chile)

 (Luna de Burdel)

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