Sotaquí, Chile. Foto: Ana V. Durruty |
Dos veces chocó el jilguero
contra el ventanal. Era una pequeña ave en sus primeros y atontados intentos
después de salir del nido en la primaveral tarde de octubre. Su pecho
amarillento, brilló como el oro iluminado por el sol y en su vuelo apremiado
podía presentirse el palpitar del diminuto corazón al borde de quedar
paralizado por el pánico.
-Hay días para morir al mediodía, -murmuró la anciana, que continuó
divertida por el sonido de sus palabras: -me
salió verso sin mayor esfuerzo.
-Abuela, a veces parece que invitaras a la muerte.
-Niña, hay que saber leer las señales del destino…
-¿Y eso se aprende? -respondió Jacinta que andaba en los curiosos
diez años. La dulce colorina de mirada penetrante, reposaba sentada frente a la
anciana, las manos entretenidas pintando flores infantiles con sus lápices de
colores.
- Eso se sabe. Eso se intuye. Nadie te puede enseñar lo que no eres
capaz de aprender por ti misma, Jacinta.
Luego, ambas siguieron en
silencio. Una bordando el mantel rojo con rosas blancas y la otra dibujando en
la hoja papel que se iba saturando de detalles a medida que transcurrían los
minutos.
Más tarde, mucho después del
almuerzo, el té de las cinco e incluso la cena, cuando la noche cayó sobre el
valle y cubrió el pueblo de Sotaquí, la Muerte se detuvo a mirar por la
ventana, y observó la plumita de jilguero que había quedado frágil y leve sobre
el marco de madera. Tomó la señal entre sus huesudos y sabios dedos y siendo la
medianoche exacta la depositó con sumo cuidado sobre la frente arrugada de la
anciana.
(Sotaquí, Chile)
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