Foto: Ana V. Durruty |
Nada es más precario que una
mariposa amarilla justo antes del atardecer.
En Antofagasta, la ciudad maldita
en medio del desierto, no hay muchas mariposas. Ni siquiera hay muchas arañas.
El único bicho que acecha a los humanos es una plaga de pulgas odiosas que
trepa por los zapatos y las bastillas donde se instalan ociosas a la espera del
mejor momento para atacar las canillas.
Los hombres y mujeres del norte
saben qué hacer cuando hace mucho calor y las pulgas organizan su zafarrancho
de ataque. Por eso José se pone bruscamente de pie cuando advierte que lleva
demasiado tiempo sentado en el banco de la plaza de calle Angamos. A él, como a
tantos otros, el dinero del cobre le puso zapatillas de marca, pantalones
largos de buena tela, anteojos de sol a la moda y loción masculina con esencia
de pino. También le dio un vehículo del último año, una mujer consumista y un
par de retoños insaciables, gorditos a punta de caramelos, bebidas azucaradas y
muchas horas de televisión satelital.
El Pacífico acompaña al hombre
joven y perfumado, durante unos ciento veinte kilómetros, en su ruta
serpenteante antes de llegar a Gatico, una de las pocas caletas desparramadas
en la costa entre Antofagasta y Tocopilla, a la vera del desierto más árido del
planeta.
Se baja del jeep negro y camina
unos pasos acercándose al mar. Sobre el roquerío se han ido apilando cientos de
conchas de moluscos y la pestilencia precede al descubrimiento de la presencia
de un mariscador con los pantalones arremangados, el torso desnudo y las manos
callosas. Trabaja escarbando con afán machas y lapas, y tiene las uñas partidas
y las cutículas teñidas con manchas violeta producto de la extracción de los
excrementos de los animalejos.
El hombre levanta la mirada sólo
cuando el recién llegado está suficientemente cerca para escucharlo sin tener
que alzar la voz.
-Hola hijo ¿qué te trae por
aquí?, dice clavando los ojos negros sobre José.
Una mariposa amarilla dibuja su
sombra en la tarde. Antes de que el hijo responda, alza el vuelo y se pierde
aleteando hacia la playa cercana. De pronto, hace un giro, se eleva y toma la
senda hacia los cerros que el sol ha pintado de múltiples colores.
Antofagasta, Chile
(Luna de Burdel)
(Luna de Burdel)
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