Cusco, Perú. Fotografía Ana Durruty |
A veces, antes de dormir, uno rehúye el sueño, porque se parece demasiado a la muerte.
En las alturas altiplánicas de los Andes esto parece ser
mucho más cierto.
Pudo ser en cualquier parte del ancho mundo, pero fue en el
Cusco donde me enamoré. No de un hombre. Ni de una mujer. Tampoco de Machu
Pichu, con su altanería plenamente justificada por la majestuosidad milenaria.
Ni de ideales ajenos, ni de sueños románticos. Ni de misticismo añejos al
cobijo de los retablos de plata labrada que obligan a mirar al cielo.
Despierta la noche entera, la cabeza revuelta por el mal de
altura, la ciudad dorada y brillante a mis pies desde el balcón del hotel.
Pudo ser el soroche, o las agüitas de hojas de coca que tomé
para combatir los malestares varios que me asaltaron apenas un par de horas
después de aterrizar en el Cusco. Para todos los efectos, el resultado es el
mismo. Hurgar demasiado en la causa exacta resulta inoficioso. Lo que puede ser
interesante es el recorrido previo, el mismo de todos los turistas que quieren
descubrir lo descubierto hace más de quinientos años.
Había pasado tanto tiempo odiándome a mi misma, tratando de
agradar a otros a los que no les agradaba, mirándome a los ojos con pena y
lamentando las palabras que salían de mi boca, que la vida comenzaba a
parecerme ajena y desproporcionada para mis escasa fuerzas mentales.
Desvelada hasta que el Sol aparecía detrás de las montañas,
fue en las alturas del altiplano peruano donde me enamoré de mí.
(Cusco, Perú)
(Cusco, Perú)
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