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domingo, 21 de junio de 2020

Desorden de Paisaje

Cusco, Perú. Fotografía Ana Durruty


A veces, antes de dormir, uno rehúye el sueño, porque se parece demasiado a la muerte.

En las alturas altiplánicas de los Andes esto parece ser mucho más cierto.

Pudo ser en cualquier parte del ancho mundo, pero fue en el Cusco donde me enamoré. No de un hombre. Ni de una mujer. Tampoco de Machu Pichu, con su altanería plenamente justificada por la majestuosidad milenaria. Ni de ideales ajenos, ni de sueños románticos. Ni de misticismo añejos al cobijo de los retablos de plata labrada que obligan a mirar al cielo.

Despierta la noche entera, la cabeza revuelta por el mal de altura, la ciudad dorada y brillante a mis pies desde el balcón del hotel.

Pudo ser el soroche, o las agüitas de hojas de coca que tomé para combatir los malestares varios que me asaltaron apenas un par de horas después de aterrizar en el Cusco. Para todos los efectos, el resultado es el mismo. Hurgar demasiado en la causa exacta resulta inoficioso. Lo que puede ser interesante es el recorrido previo, el mismo de todos los turistas que quieren descubrir lo descubierto hace más de quinientos años.

Había pasado tanto tiempo odiándome a mi misma, tratando de agradar a otros a los que no les agradaba, mirándome a los ojos con pena y lamentando las palabras que salían de mi boca, que la vida comenzaba a parecerme ajena y desproporcionada para mis escasa fuerzas mentales.

Desvelada hasta que el Sol aparecía detrás de las montañas, fue en las alturas del altiplano peruano donde me enamoré de mí.

(Cusco, Perú)






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