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sábado, 25 de junio de 2016

Zurdo

A Samuel del Villar, sin casa, sin cama, la edad se le vino encima, sin tranvía ni vino tinto, al tiempo que le tomaba más afición de la que nunca antes le tuvo a su gran danés, el “Don”. Así que esa madrugada húmeda de otoño, el perro era su único compañero y merodeaba intranquilo, con el paso incierto.

A su primera mujer la amenazó, pero jamás la habría matado. A la segunda, bueno, a esa pudo estrangularla a sangre fría si no hubiera desaparecido por propia decisión un día cualquiera, ya olvidado. Pero, a esta, la tercera, la iba a matar la mañana del día anterior, como a un conejo que medraba en su papal. Los domingos no hay nadie en la hacienda y Samuel del Villar disfruta, desde hace ya veinte años, de una apacible soledad que lo reconforta de tantos sinsabores de la vida que ha elegido vivir.

De un domingo para otro, sin advertencia previa, la mujer se fue quedando, quedando y no se marchó más. Antes de que pasara mucho tiempo, Samuel del Villar, comenzó a salir de su propia casa los domingos muy de madrugada, un pretexto por aquí, otro por allá, en tanto la mujer seguía en brazos de Morfeo hasta que le daba la gana.

Foto: Ana V. Durruty en www.limarisecreto.blogspot.com

Samuel del Villar era un hombre todavía joven, pero con harto recorrido desde muy temprana edad. Si la salud lo acompaña y el Diablo se hace el leso, le queda por lo menos un cuarto de siglo de vida por delante y pensaba aprovecharla a su medida, no a la de la mujer que se había instalado en su vida, con sus petacas y sin que nadie la invitara.

Un mechón del pelo le caía sobre la frente y unas gotas frías resbalaban por su mentón cuando hizo girar la llave de la puerta de entrada de la casa. Avanzó con esos trancos largos que le daba el porte, hasta la cocina, abrió la puerta de la alacena y la volvió a cerrar. Algo atrajo su mirada en la ventana y no se sorprendió al comprobar que las cortinas de cuadros amarillos que lo acompañaron durante largo tiempo, habían sido cambiadas por unas nuevas, coquetas y floreadas. Samuel del  Villar puso ambas manos sobre su cara y las dejó allí mientras pensaba.

La mato ahora o ella me mata, pensó con lógica de animal acorralado en su propia madriguera. Unos pasos más y se encontró de sopetón con unas fotos, en sus respectivos marcos, colgando en el pasillo de acceso a los dormitorios. Mal gusto no tiene, reconoció a contra pelo, aunque si hubiera dependido de él, Samuel del Villar jamás tendría retratos en los muros de su casa. Cuando, por fin, entró a su dormitorio el asunto tomó el cariz de un mal sueño. Ella estaba allí, durmiendo desnuda y plácida, con una aureola amarilla sobre su cabeza, dibujada por el pelo dorado desparramado en la almohada.

Samuel del Villar, miró de nuevo, esta vez de reojo, se sacó la ropa mojada y, con sumo cuidado, se introdujo en la cama, esperó a que el cuerpo se le entibiara un poco, hasta que se atrevió a deslizar su mano izquierda para posarla en la nalga de la mujer. Manuela giró suavemente y posó su mano donde a él más le gustaba. Samuel del Villar, sólo alcanzó a pensar: Ella me mata.

(De "Cínica", Autora: Ana V. Durruty)

 

2 comentarios:

  1. MUY BUENA HISTORIA QUE CONSIGUE ATRAER AL LECTOR QUE IMAGINA DESENLACES INESPERADOS TAN INESPERADOS COMO EL FINAL

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    1. Estimado Martín: muchas gracias por tu comentario. Me alegra que atrapara tu atención. Muchos saludos

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