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martes, 21 de junio de 2016

La Sangre


Un salto en el tiempo. No uno pequeño, de un par de años. Una grieta profunda en la epidermis de la historia, lo instaló como una bella y sospechosa estatua, en el claroscuro del alba que comienza a despuntar. Nunca supo que tuviera sangre hebrea, ni nada permitía predecir que lo que estaba sucediendo le iba a ocurrir, cuando la luz mediterránea iluminaba tenuemente la Tierra Prometida. Nunca leyó el Libro de los Jueces y la tradición familiar más bien señalaba hacia la Iglesia Católica, de larga prosapia y notable fecundidad en el área geográfica de la que procedían sus abuelos, cerca de Biarritz, en el país vasco francés. Un dolor ácido le rozó los sesos cuando le repitieron siete veces su nombre, y tradujo que lo apelaban Samgar, en el idioma de las tribus protagonistas de la Biblia, una lengua que nunca antes siquiera había escuchado y, menos, entendido.

Escultura de Vicente Gajardo
No estaba durmiendo. No estaba despierto. A medida que transcurrían las horas y la batalla amenazaba con la destrucción de parte del pueblo israelita que estaba bajo su mando, su angustia, de hombre occidental de la Edad Contemporánea, cuajó en una intensa pasión asesina. Un anhelo de sangre lo arrebató de sí mismo para impregnarlo de adrenalina depositada en el ADN durante milenios de esfuerzos de sobrevivencia. Supo, sin haberlo sabido nunca antes, que sus vacilaciones estaban condenando a la derrota al pueblo elegido. Inclinó, con pausa pero sin más vacilación, la cabeza hacia su pecho, respiró con la habilidad que proporciona el entrenamiento yogui y mientras guiaba la sangre desde su corazón hacia sus muslos y brazos, eligió mentalmente, las armas para entrar en batalla, las mismas del mítico David.

Samgar comprendió que la victoria lo esperaba apenas cruzara el velo de la tienda de campaña y avanzara entre sus hombres con el pecho al aire, los ojos dibujados con henna y carbón de las fogatas que ya languidecían. La muñeca de su brazo izquierdo se tensó y contrajo los músculos desde la punta de los dedos hasta el nacimiento del cuello, mientras se le erizaba el vello de todo el cuerpo.

Tenía los ojos congestionados y un fino borde rojizo hacía sospechosa su mirada, más aún cuando tras muchas horas con la vista fija en el IPhone, poseía un filtro de suave niebla flotante.

Detuvo sus pasos sólo cuando encontró cinco mariposas azules estacionadas en el aire, como automóviles traslúcidos de espaldas al atardecer. El Parque Nacional ya estaba cerrado y el sol aún brillaba, cuando la camioneta todoterreno se detuvo a un costado del camino de tierra. Dio tres pasos y trepó con el peso de la historia sobre los hombros.

A medida que se alejaban de la zona, comenzó a sospechar, y no tanto tiempo después estaba seguro de que todo había sido un sueño, una noche de demasiado calor en el desierto chileno.

(Del libro "Cínica", Autor: Ana V. Durruty)

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