Despertó de la siesta y se quedó reposando entre los
almohadones y el aroma a “Shalimar” de Guerlain. Permitió a sus dedos jugar un
rato a ensortijar el cabello negro y sedoso que se desparramaba abundante sobre
el lino. Los vestidos colgados en la perchas de madera del vestidor del hotel
calzaban perfecto a un cuerpo bien tratado por los años. El suyo. Patricia
administraba la tranquilidad de saber que cada uno de ellos estaba hecho a
medida. La suya. Y que con los accesorios adecuados se vería radiante. La mujer
perfecta, en el lugar ideal.
"Shalimar". Fotografía de Ana V. Durruty |
Pero, entresueños, las imágenes lejanas llegaban en oleadas
calmas, al ritmo del sonido del mar que removía extrañamente inquieto la arena
de la tan mentada Costa Azul. En realidad, por la altura del Torre Odeón, no
debería escuchar el ruido aquel que más se parecía al murmullo nervioso del
Océano Pacífico frente al casino de Coquimbo. Fue allí, en el Sur del Mundo, una noche casi de
madrugada cuando al salir después de haber perdido unos pocos pesos, se
encontró de sopetón con Anwar Al Kaddim. La cosa más extraña del mundo, como si
un universo paralelo hubiera atravesado el suyo de café de pueblo con amigas,
juegos de cartas de domingo con la ex suegra, trabajo de rutina en una oficina del
servicio público y pijama de plush holgado con dibujos de cartoons infantiles.
Una década más tarde el velo de las horas y los días ha
cubierto ese pasado y lo ha tornado ajeno, lejano y extraño. Una película de
otra vida. De la vida feliz de una mujer que Patricia ya no reconoce.
¡Quién te vio y quién te ve!
Miró hacia atrás, y alcanzó a vislumbrar un poco más allá
del horizonte de sus hombros desnudos, el perfil del Bentley negro estacionado
con las llaves puestas en la tradicional plaza de Mónaco. Sonrió sin que sus
labios alcanzaran a reflejar el gesto y giró suavemente para que el marroquí
que la esperaba en las primeras gradas del acceso del casino de Monte Carlo
tuviera tiempo para contemplar su belleza latina de mujer bordeando los
cuarenta años. Sin afectación, pero sin tregua, estiró su cuello y las luces
del atardecer se reflejaron golosas en los largos aros de perlas y brillantes.
Luego, avanzó hacia Anwar con el donaire de una princesa renacentista. Sin
pasado. Sin futuro. Inmortalizada en un momento perfecto.