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lunes, 27 de junio de 2016

Terciopelo negro

Despertó de la siesta y se quedó reposando entre los almohadones y el aroma a “Shalimar” de Guerlain. Permitió a sus dedos jugar un rato a ensortijar el cabello negro y sedoso que se desparramaba abundante sobre el lino. Los vestidos colgados en la perchas de madera del vestidor del hotel calzaban perfecto a un cuerpo bien tratado por los años. El suyo. Patricia administraba la tranquilidad de saber que cada uno de ellos estaba hecho a medida. La suya. Y que con los accesorios adecuados se vería radiante. La mujer perfecta, en el lugar ideal.

"Shalimar". Fotografía de Ana V. Durruty
Pero, entresueños, las imágenes lejanas llegaban en oleadas calmas, al ritmo del sonido del mar que removía extrañamente inquieto la arena de la tan mentada Costa Azul. En realidad, por la altura del Torre Odeón, no debería escuchar el ruido aquel que más se parecía al murmullo nervioso del Océano Pacífico frente al casino de Coquimbo. Fue allí, en el Sur del Mundo, una noche casi de madrugada cuando al salir después de haber perdido unos pocos pesos, se encontró de sopetón con Anwar Al Kaddim. La cosa más extraña del mundo, como si un universo paralelo hubiera atravesado el suyo de café de pueblo con amigas, juegos de cartas de domingo con la ex suegra, trabajo de rutina en una oficina del servicio público y pijama de plush holgado con dibujos de cartoons infantiles.

Una década más tarde el velo de las horas y los días ha cubierto ese pasado y lo ha tornado ajeno, lejano y extraño. Una película de otra vida. De la vida feliz de una mujer que Patricia ya no reconoce.

¡Quién te vio y quién te ve!

Miró hacia atrás, y alcanzó a vislumbrar un poco más allá del horizonte de sus hombros desnudos, el perfil del Bentley negro estacionado con las llaves puestas en la tradicional plaza de Mónaco. Sonrió sin que sus labios alcanzaran a reflejar el gesto y giró suavemente para que el marroquí que la esperaba en las primeras gradas del acceso del casino de Monte Carlo tuviera tiempo para contemplar su belleza latina de mujer bordeando los cuarenta años. Sin afectación, pero sin tregua, estiró su cuello y las luces del atardecer se reflejaron golosas en los largos aros de perlas y brillantes. Luego, avanzó hacia Anwar con el donaire de una princesa renacentista. Sin pasado. Sin futuro. Inmortalizada en un momento perfecto.


(De "Cínica". autora: Ana V. Durruty)

sábado, 25 de junio de 2016

Zurdo

A Samuel del Villar, sin casa, sin cama, la edad se le vino encima, sin tranvía ni vino tinto, al tiempo que le tomaba más afición de la que nunca antes le tuvo a su gran danés, el “Don”. Así que esa madrugada húmeda de otoño, el perro era su único compañero y merodeaba intranquilo, con el paso incierto.

A su primera mujer la amenazó, pero jamás la habría matado. A la segunda, bueno, a esa pudo estrangularla a sangre fría si no hubiera desaparecido por propia decisión un día cualquiera, ya olvidado. Pero, a esta, la tercera, la iba a matar la mañana del día anterior, como a un conejo que medraba en su papal. Los domingos no hay nadie en la hacienda y Samuel del Villar disfruta, desde hace ya veinte años, de una apacible soledad que lo reconforta de tantos sinsabores de la vida que ha elegido vivir.

De un domingo para otro, sin advertencia previa, la mujer se fue quedando, quedando y no se marchó más. Antes de que pasara mucho tiempo, Samuel del Villar, comenzó a salir de su propia casa los domingos muy de madrugada, un pretexto por aquí, otro por allá, en tanto la mujer seguía en brazos de Morfeo hasta que le daba la gana.

Foto: Ana V. Durruty en www.limarisecreto.blogspot.com

Samuel del Villar era un hombre todavía joven, pero con harto recorrido desde muy temprana edad. Si la salud lo acompaña y el Diablo se hace el leso, le queda por lo menos un cuarto de siglo de vida por delante y pensaba aprovecharla a su medida, no a la de la mujer que se había instalado en su vida, con sus petacas y sin que nadie la invitara.

Un mechón del pelo le caía sobre la frente y unas gotas frías resbalaban por su mentón cuando hizo girar la llave de la puerta de entrada de la casa. Avanzó con esos trancos largos que le daba el porte, hasta la cocina, abrió la puerta de la alacena y la volvió a cerrar. Algo atrajo su mirada en la ventana y no se sorprendió al comprobar que las cortinas de cuadros amarillos que lo acompañaron durante largo tiempo, habían sido cambiadas por unas nuevas, coquetas y floreadas. Samuel del  Villar puso ambas manos sobre su cara y las dejó allí mientras pensaba.

La mato ahora o ella me mata, pensó con lógica de animal acorralado en su propia madriguera. Unos pasos más y se encontró de sopetón con unas fotos, en sus respectivos marcos, colgando en el pasillo de acceso a los dormitorios. Mal gusto no tiene, reconoció a contra pelo, aunque si hubiera dependido de él, Samuel del Villar jamás tendría retratos en los muros de su casa. Cuando, por fin, entró a su dormitorio el asunto tomó el cariz de un mal sueño. Ella estaba allí, durmiendo desnuda y plácida, con una aureola amarilla sobre su cabeza, dibujada por el pelo dorado desparramado en la almohada.

Samuel del Villar, miró de nuevo, esta vez de reojo, se sacó la ropa mojada y, con sumo cuidado, se introdujo en la cama, esperó a que el cuerpo se le entibiara un poco, hasta que se atrevió a deslizar su mano izquierda para posarla en la nalga de la mujer. Manuela giró suavemente y posó su mano donde a él más le gustaba. Samuel del Villar, sólo alcanzó a pensar: Ella me mata.

(De "Cínica", Autora: Ana V. Durruty)

 

jueves, 23 de junio de 2016

Té con bergamota

El Ritz de Madrid es el lugar perfecto para disfrutar un té el domingo por la tarde, justo antes de tomar la decisión de recorrer la última exposición del Museo de El Prado. O justo antes de la misa en San Jerónimo. Unos pasos más acá. Unos pasos más allá. Res Mirabilis. Cosa admirable.

Jacinta Mondragón y Sousa de origen portugués -aunque nacida en Brasil- observa con atención el par de sandalias Manolo Blahnik color turquesa expuesto en una hornacina al costado del hall del hotel. Le parece que combinarían en armonía celestial con el traje marfil que lleva puesto esta mañana fresca y dulce. Ella piensa en asuntos relevantes para su desempeño laboral. Mira un par de madrileñas que ingresan con actitud de castellanas viejas, de apellidos largos y rancio abolengo, vestidas con trajes de Valentino. Luego mira a su madre. Hermosa. Sin duda es su progenitora. La vuelve a mirar, ahora con un resto de condescendencia filial. Pese al esfuerzo realizado, se nota su pobreza relativa y parece ligeramente fuera de lugar. Existe una lógica que indica que las modelos profesionales no andan por la vida acompañadas por sus madres de origen social sospechoso, provenientes de países ubicados al sur de la Línea del Ecuador.

"Té con bergamota", técnica mixta de Santiago Silva Durruty (100 x 100 cms.)


Jacinta Mondragón y Sousa es apenas una niña y sabe que estos son sus últimos pasos antes del estrellato. Mira nuevamente a su madre y recuerda su Sao Paulo natal, la cadencia de la música, la ausencia de su padre, y la atrapa un impredecible saudade. Un bien que se padece y un mal que se gusta, como lo describiera en el siglo XVII el lusitano Manuel de Melo, Bem que se padeçe y mal de que se gosta, de sabor tibio que se va adhiriendo a la piel y aroma a samba.

Jacinta Mondragón y Sousa mira a su madre y se estremece.

Su madre le sonríe con los ojos llenos de dulzura y sube lentamente hasta la altura de la boca, la humeante tasa de porcelana, de té con bergamota.



(De "Cínica", autora: Ana V. Durruty)

martes, 21 de junio de 2016

La Sangre


Un salto en el tiempo. No uno pequeño, de un par de años. Una grieta profunda en la epidermis de la historia, lo instaló como una bella y sospechosa estatua, en el claroscuro del alba que comienza a despuntar. Nunca supo que tuviera sangre hebrea, ni nada permitía predecir que lo que estaba sucediendo le iba a ocurrir, cuando la luz mediterránea iluminaba tenuemente la Tierra Prometida. Nunca leyó el Libro de los Jueces y la tradición familiar más bien señalaba hacia la Iglesia Católica, de larga prosapia y notable fecundidad en el área geográfica de la que procedían sus abuelos, cerca de Biarritz, en el país vasco francés. Un dolor ácido le rozó los sesos cuando le repitieron siete veces su nombre, y tradujo que lo apelaban Samgar, en el idioma de las tribus protagonistas de la Biblia, una lengua que nunca antes siquiera había escuchado y, menos, entendido.

Escultura de Vicente Gajardo
No estaba durmiendo. No estaba despierto. A medida que transcurrían las horas y la batalla amenazaba con la destrucción de parte del pueblo israelita que estaba bajo su mando, su angustia, de hombre occidental de la Edad Contemporánea, cuajó en una intensa pasión asesina. Un anhelo de sangre lo arrebató de sí mismo para impregnarlo de adrenalina depositada en el ADN durante milenios de esfuerzos de sobrevivencia. Supo, sin haberlo sabido nunca antes, que sus vacilaciones estaban condenando a la derrota al pueblo elegido. Inclinó, con pausa pero sin más vacilación, la cabeza hacia su pecho, respiró con la habilidad que proporciona el entrenamiento yogui y mientras guiaba la sangre desde su corazón hacia sus muslos y brazos, eligió mentalmente, las armas para entrar en batalla, las mismas del mítico David.

Samgar comprendió que la victoria lo esperaba apenas cruzara el velo de la tienda de campaña y avanzara entre sus hombres con el pecho al aire, los ojos dibujados con henna y carbón de las fogatas que ya languidecían. La muñeca de su brazo izquierdo se tensó y contrajo los músculos desde la punta de los dedos hasta el nacimiento del cuello, mientras se le erizaba el vello de todo el cuerpo.

Tenía los ojos congestionados y un fino borde rojizo hacía sospechosa su mirada, más aún cuando tras muchas horas con la vista fija en el IPhone, poseía un filtro de suave niebla flotante.

Detuvo sus pasos sólo cuando encontró cinco mariposas azules estacionadas en el aire, como automóviles traslúcidos de espaldas al atardecer. El Parque Nacional ya estaba cerrado y el sol aún brillaba, cuando la camioneta todoterreno se detuvo a un costado del camino de tierra. Dio tres pasos y trepó con el peso de la historia sobre los hombros.

A medida que se alejaban de la zona, comenzó a sospechar, y no tanto tiempo después estaba seguro de que todo había sido un sueño, una noche de demasiado calor en el desierto chileno.

(Del libro "Cínica", Autor: Ana V. Durruty)

domingo, 19 de junio de 2016

Gritos


Te escribo ahora
desde la poesía de la muerte
las puertas que fueron
abiertas
serán cerradas
para dar cobijo al olvido
irrenunciable.

Un corazón abierto en llamas
aguardó
la consumación del
fuego por el fuego
sin embargo
no hay mucho
de que arrepentirse

Pero de lo que sea obligatorio
Me confesaré.
Compungida.
Ante un sacerdote inalcanzable
que me salvará de la
condena eterna
si Dios quiere
si Dios no quiere,
que me salven mis hijos
que usaré como cadena para no caer en llamas
al infierno que más temo
el infierno de tu olvido

Confesarte y olvidarte será lo mismo.
Una gran cruz caerá desde tu pecho
para que yo trepe
y muera en ese calvario
de tu cuerpo.

Sólo lamento tanto esfuerzo
para tan poco pecado.
Lamento lo soñado
Las noches en vela en que no llamaste
La cuidad húmeda
que late en vano
los gemidos que ahogaste en la espera interminable

Grita
Con poemas que no escribiste
Grita
Que me vaya pronto
Si he de irme
Porque nunca he estado
Grita
En silencio imperturbable
Tu mundo perfecto no necesita redención
Mi mundo imperfecto
exige mi retorno
tras las puertas
que cerraré
por dentro
para que nunca
Ya
nunca
escriba poemas impropios.

Desde la muerte clamo en silencio
porque ha muerto
contigo
la poesía de los versos dulces
del amor ardiente
de la pasión arrebatada.

Amén


Fotografía: María José Puig


(De "Poemas Impropios", Autor: Ana V. Durruty)

viernes, 17 de junio de 2016

La mujer del sombrero negro



Inclina su cuerpo hacia delante y pasa la correa de la sandalia por la hebilla con cierta habilidad y ninguna convicción. Tiene tantos pares de zapatos que siempre teme naufragar en el closet de la incertidumbre. El buen gusto no es lo suyo, pero ha hecho un esfuerzo de años para proyectar la imagen que desea. La sobriedad es su ley. Teme el terreno resbaladizo de la moda y su osadía no la lleva más allá de la puerta de ciertos colores, con los que sabe no corre riesgo.

La mujer del sombrero negro. Edwin Rojas. Oleo sobre lino. 130 x 150 cms.
La mujer que se mira al espejo escoge un sombrero negro de ala corta que le sienta bien. Pero no se siente bien.

No importa lo que ocurra, siempre la abruma la inquietud. Su mirada se pierde en el pasado y reconoce la impronta de la imprudencia. Entrecierra los ojos y recuerda la mirada de un hombre incorrecto, en el lugar incorrecto y a la hora incorrecta. Entonces la inunda una mezcla de asco y hastío.

Esta mujer que hoy lleva sombrero, sabe que su tiempo de amar ha quedado en el pasado. Que tiene saldo en contra en la cuenta de la felicidad. Que cualquier cosa que viva de este día en adelante llevará el signo de lo imposible y lo perdido.

Pese al éxito y a la sonrisa perfecta, cuando se mira en el baño de la sala de reuniones mientras retoca el maquillaje, esta mujer teme.

La imagen de su padre domina sus pensamientos con un mal sabor de insatisfacción. Nunca fue lo que él soñó que fuera. En realidad es mucho más que eso. La vida es así, hoy se gana, mañana se pierde. Y, a veces, se pierde más de lo ganado.

La ruleta se detiene frente a otro hombre inapropiado en la ocasión más improbable. A esta mujer temerosa le fascina el peligro. Ama a todos los hombres y no puede amar a ninguno.

Teme morir sola. No le importa casi nadie. Y ella no le importa a nadie.

La vida vivida está. Ha pasado un nuevo día sentada frente al mar en un restaurante de Los Vilos mientras espera que llegue un amante fortuito. Podría morir hoy. Ha vivido demasiado.

Esta mujer triste va a sufrir al atardecer y lo hará con el placer de los solitarios y los poetas.

Se saca el sombrero y ordena el pelo de mujer que ha dejado atrás la juventud. Es  implacable con ella misma y a quien más teme es a su reflejo justo ahí, donde el espejo termina y desaparece, para siempre.


(Del libro "Cínica", Autor: Ana V. Durruty)

miércoles, 15 de junio de 2016

Canadian movie


Hoy podría haber sido un buen día. Sólo tuviste la mala idea de sacar a pasear al perro.
         
Hasta el mediodía todo iba bien. O, al menos, así lo parecía. Durante la mañana lograste manejar con destreza el asunto con los taiwaneses, hasta concluir en un acuerdo razonable que puede convertirse en un negocio incluso lucrativo. Camino a casa, el gélido viento que anuncia el invierno, te permitió deducir que la velada amenaza de una lluvia se disipaba por las próximas horas. Tal vez hasta sonreíste detrás de los anteojos oscuros y la bufanda. Probablemente no, y sólo fue un rictus que curvó tu boca.

Los mentirosos cantantes de baladas han inventado la eternidad. Pero, la eternidad no existe mi amor. Con suerte, un día caminando por la calle larga, bajo los árboles desnudos del otoño, encuentras una traza luminosa de algo parecido a un momento perdido en el tiempo y crees -nunca pierdas la esperanza- que el camino tiene un sentido.

La tarde en tu casa fue larga. Te dedicaste a buscar en Internet información sobre esa mujer. Averiguaste un par de cosas. Descubriste que tiene un blog y pensaste en inventar un avatar para acceder a ella. Luego desechaste la idea, por lo menos por ahora. La otra es que, con cierta preocupación, comprendiste que la amas.

Trataste de llamarla por teléfono y fue un intento vano. Primero no te contestó y después su celular estaba apagado y aparecía el buzón de voz. Mala cosa, en especial si es viernes por la tarde.

En ese momento te salvó la llamada de esa otra mujer que quiere ser tu nueva amiga. Te sientes mejor que otros viernes en la tarde, así es que te pones tu abrigo de lana inglesa y sales en busca del bus que te lleva al centro de la ciudad. Como el maldito número siete que necesitas se demora y se demora, te atrasas. Caminas rápido por la calle llena de ejecutivos que salen de sus trabajos en los brillantes edificios, como si de veras te interesara. Y, llegas. Tarde, pero llegas.

Ella, que es toda sonrisa, te invita a un bar frente a la playa. Vuelves a caminar, esta vez junto a ella ya sin sol en el cielo y, por ende, con más frío. Mucho más frío. En el apuro olvidaste traer el gorro, la bufanda y los guantes. Comienzas a intuir que lamentas haber venido.

Es una mujer amable y bonita. Sus ojos oscuros brillan mientras conversan abrigados y beben un par de cervezas. Es una mujer inteligente y amena. Tiene hermosos dientes. ¿Qué hace esta mujer aquí conmigo?, te preguntas en un arrebato. ¿Qué hago yo aquí con esta mujer?, no puedes evitar pensar a continuación. Le daría un beso. Tendría sexo con ella. Es más, tendría buen sexo con ella. Podría romper mis reglas y despertar con ella mañana y, entonces, este sábado sería un buen día. Si el destino estuviera de mi parte, sólo por esta vez, incluso intentaría reescribir la historia de mi vida, incluyendo una historia de amor con final feliz. La bella historia de un amor supremo, como en la canción del cantante británico que te gusta.

Pero es la hora del perro. Acabas de terminar de beber la última gota de la segunda copa de cerveza, y puedes verla hermosa y dispuesta sentada a tu lado. Casi hueles su respuesta. Pero, de nuevo y sólo a modo de explicación, recuerdas que este viernes no has sacado a pasear al perro y estará ansioso encerrado en la casa. No es justo, el mejor amigo de este hombre, es su perro.


A la mujer le dices un par de frases por si acaso pudiera llegar a comprender la situación. Ella, claro está, no entiende nada en absoluto. Igual te despides rápido con un beso y la dejas sola en el bar.

(Del libro "Cínica", Autora: Ana V. Durruty)

lunes, 13 de junio de 2016

Flor muda



La niña María caminaba dando pequeños saltitos por el largo y ondulante camino que alguna vez fuera la huella del tren que unía la mina Tamaya con el puerto de Tongoy. Pero, ella no sabe nada de esa historia y viene más bien preocupada desde la escuelita de La Placa, rumbo a su casucha de adobes perdida entre los cerros del lugar.

Con sus once años a cuesta, la mocosa de trenza larga, negra y espesa tiene una ruma alta y maciza de ocupaciones. Unos queltehues salieron espantados de por allí cerca y se alejaron dando chillidos lastimeros hasta perderse en el cielo que comenzaba a perder su azul luminoso para ceder paso a un rosa amenazante.

María Tabilo Tabilo era la mayor de cuatro hermanas hijas de una madre joven y de vida alocada, que había parido una tras otra a sus crías, sin darle demasiada importancia al origen paterno de la descendencia.

A la niña María le faltaban algunas chauchas para el peso, pero, ella no tenía nada de tonta. Lo que le faltaba de inteligencia pura, le sobraba de sentido común, por eso su profesora la apreciaba tanto y sus compañeros la respetaban.

Cada día la María llega a su casa, tras caminar solitaria varios kilómetros, de ida y de vuelta a la escuela E 158 “Eulogia Campos Almonacid” y antes y después de la travesía asume con mucha eficiencia y sin que ningún reclamo salga de su boca la tarea de jefa de la tétrada de hermanas. Al partir en la mañana, que todas queden bien desayunadas y vestidas. En la noche, que coman lo que la madre ha dejado dispuesto, se laven lo mejor que puedan y se acuesten de dos en dos en su par de camas.

Antes del anochecer y de que la luna quedara como su única compañera, la niña atisbó a la vuelta de un recodo que estaba ya a poco de llegar a la casa familiar. Eran apenas las seis de la tarde, pero en el invierno de Norte Chico, el frío calaba la piel hasta doler. Y María estaba preocupada. Había agregado a su carga habitual, la responsabilidad de ayudar en el aseo de la escuelita, no tanto por ayudar a la profesora, como por la leche caliente y el pan con fiambre que le daban. Eso le permitía repartir más comida a sus tres hermanas en la noche, pero le significaba atrasarse en llegar, que el camino fuera más peligroso y que las pequeñas estuvieran más rato solas en la casa.

La niña María apuró el paso al ver las caritas que se recortaban en el marco de la ventana, sonrío con la alegría de haber vencido una nueva jornada y les dijo con señas torpes, porque María no podía hablar, cuánto las amaba.

sábado, 11 de junio de 2016

Dúctil

Empezó a oírla cuando Guadalupe llevaba un buen rato parloteando. Un cuarto de hora por lo menos. –No temo decir te quiero. Sólo temo no amar lo suficiente. Con toda la fuerza de mi corazón- avanzaba ella el soliloquio. Pronto había dejado de prestarle atención y la prosaica realidad de unos números que no le calzaban en la cuenta corriente atrapaba a Rafael, que ahora parecía absorto en la página web del banco, mientras el resplandor azulino del Mac iluminaba sus facciones masculinas, dándoles un aura sobrenatural, de espectro arrastrado a la Tierra desde el inframundo.

-El corazón –continuaba ella medio somnolienta todavía esa mañana dominguera de diciembre en Venecia- es uno solo. El que ama, es el mismo corazón que odia. De manera, que todo el espacio que ocupas en odiarla a ella, impide que me ames como podrías amarme. -¿Negro? ¡¿Negro, me escuchas?!


-Le he dicho infinitas veces que no me gusta que me diga “Negro”, aunque sea de manera cariñosa. No soy moreno, ¡soy rubio de ojos azules!-. Rafael pensó eso, eso y más, pero no la interrumpió. Pensó que conocía gente que no concurre a matrimonios, y tampoco a funerales. -Yo soy de esa laya de personas. No me complico. No me hago mala sangre. No le doy muchas vueltas a cosas sin importancia. No, no y no- decía en silencio oyéndose a sí mismo. -Ella es totalmente diferente. Y ciento por ciento igual a mí. Dúctil como una pluma al viento. Suave como un beso de despedida en la tarde del invierno. Y sólida, dueña de un espíritu forjado en el dolor. Un alma de acero templado. Sólo el acero templado resiste curvarse sin ceder. Es maleable aun cuando está frío.


A través del opaco cristal del vaporetto Rafael observó mientras Guadalupe se alejaba del muelle e hizo un breve gesto de despedida con la mano en alto. Pero ella no lo vio y sin mirar atrás cruzó el puente de Calatrava en su camino rumbo al andén de la Estación Santa Lucía para abordar el tren de las 12:27 horas con destino a Florencia.



El viento bailando entre los puentes y las callejuelas que desembocan en los estrechos canales no anuncia nada. Nada bueno. Nada malo.



(De "Cínica")

jueves, 9 de junio de 2016

Poemas Impropios



Las letras
ya no son amistosas
me persiguen
con
abanicos
negros
para recordarme
que no
puedo
escapar
de la prisión del tiempo.

A través de este blog, por primera vez comparto en internet mi poesía. Y, aunque a mí me gustan muchos los poemas de amor, sé muy bien que no son mi fuerte como escritora.

Poemas Impropios es un libro que publiqué por primera vez el año 2012 y que circuló sólo entre un grupo reducido de amistades. Un poco por realismo y otro tanto por pudor.

Con esto de la novedad del blog estaba buscando el modo de compartir a través de ebooks y descubrí que existen muchos sitios en la web en que se pueden subir archivos en PDF y los convierten en libros digitales.

Ahora, cualquier persona en el ancho mundo, puede disponer de Poemas Impropios a través de Payhip y Sellfy, dos sitios de ventas on line que realmente son muy fáciles de usar y cuyo link está al costado derecho de esta entrada. ¡Un amigo que está en Arabia Saudita lo logró y ahora puede leer su ebook en Riad!

Estoy muy entusiasmada con esta experiencia de poder compartir muchos y variados procesos vinculados al hecho de ser escritora en nuestros días, y espero que sea entretenido y estimulante para quienes gustan de la literatura, y también que resulte útil para mis amigos creativos y creadores.

Más de ochocientas personas han visitado este blog en poco más de 48 hora, y me motivan a seguir esforzándome ¡Muchas gracias! Aquí les dejo otro poema y me mantengo alerta a la espera de sus comentarios, que siempre me alegran.

El cuerpo
este cuerpo que te anhela
no es más mi cuerpo
es tu cuerpo
tuyo
por derecho impropio
por hurto con engaño
por ilusión maldita
es tuyo

(De "Poemas Impropios". Autora: Ana V. Durruty)

miércoles, 8 de junio de 2016

City Tour


Fue un pie forzado. El olor húmedo y la luz mortecina de los hoteles, llegaban en oleadas sucesivas, golpeándonos con una cadencia levemente repulsiva y seductora. Como las prostitutas baratas y tristes que asomaban de cuando en cuando en la puerta de los locales de dudoso y sucio destino. Nada parecía estar bien y todo era perfecto en su desmedida realidad.

Como si fuera el último día de nuestras vidas. Como si fuera el único. Como si una terrible amenaza pendiera sobre nuestra existencia, y ella hubiera detenido el tiempo con un gesto audaz y despreocupado. Era una mujer demasiado dulce para temerle, pero demasiado lúcida como para confiar plenamente en ella.

Observar sus movimientos, era como ver a un artista pintando un cuadro. Brochazo a brochazo, los minutos adquirían colores brillantes y destemplados. Una inquietante embriaguez ya nos había embargado, aún antes de tomar el primer trago. No recuerdo la luna. Ni siquiera recuerdo el atardecer. Algunos instantes, hasta olvido su nombre.

-… “Tus besos son, los que me dan la alegría… tus besos son, los que me dan el placer… tus besos son… son como caramelos, me hacen besar el cielo, me hacen pensar en Dios”, irrumpen los Vicking 5 cuando caminamos por la calle principal del puerto nortino. Y mientras ella baila y me besa, quiero detener el tiempo, y que cada uno de esos minutos quede grabado en su corazón.

Doce horas para jugar en el casino, reírse, bailar salsa, fornicar y, sobre todo, para besarse. Besar, hasta el dolor de la piel herida y los labios rotos. Y todo multiplicado por cualquier múltiplo que se amolde a dos seres enajenados, reunidos en la encrucijada de ningún antes y ningún después.

Si fuera buen escritor, haría un guión de película española. Si fuera un buen fotógrafo, habría conservado alguna imagen de aquellas horas. Si fuera músico, tomaría una guitarra y entonaría una canción nueva y desconocida.

Pero, sólo soy un buen vividor y lo que conservo, no hay nada que pueda describirlo, porque son trozos ardientes de vida vivida como es vivida, cuando dos personas coinciden en un recodo del tiempo y del espacio y se unen, en sensual armonía vital. Nada más y nada menos.

(Del libro "Cínica", Autora: Ana V. Durruty)


lunes, 6 de junio de 2016

Día Cero

Todo comenzó antes de Cínica. No tanto antes tampoco. Sólo lo suficiente como para decidirme  a ser una escritora. Antes de cumplir cincuenta años había sido muchas cosas. Demasiados roles, cargos, proyectos, para hacer honor a aquello de que el hombre se hace haciendo. Un día, que ya no recuerdo, miré hacia atrás y vi a la niña-mujer de catorce años que sabía que su verdadera vocación era ser escritora y que había abandonado hacía ya tantas décadas. Era hora de reencontrarme con ella y así nació Cínica, el primer libro de ficción que publiqué (y hasta ahora el único), con sus cuarenta y siete relatos breves. Ahora que Cínica ha crecido, viajado y me ha llenado de orgullo, he comenzado este blog, que he nombrado en su honor, pero que está llamado a ver crecer y nacer a muchos otros libros, algunos de los cuales ya debieran comenzar a preparase para ver la luz, porque puedo decir con toda propiedad que soy una escritora.