En otro mundo hubiéramos sido
primas. Por lo menos. O quizás hermanas. La misma frente, la misma boca
delgada. Sobre todo la misma nariz. Fuerte, prominente; llena de carácter.
Amenazante. Allí sentada frente a mi en el vagón del tren de Paris a Biarritz, podía
observar a mis anchas su figura recortada contra el ventanal que iba revelando
los paisajes cada vez más verdes que nos acercaban al País Vasco francés.
No me extraño mucho que se parara
junto conmigo cuando nos acercábamos a la estación de mi destino. Tampoco que
tomara un taxi unos pocos minutos antes que yo me embarcara en el mío rumbo al
local de Europcar en el aeropuerto. Debo admitir que me extrañó un poco volver
a encontrarla en la garita en que debía retirar el auto en que pretendía
embarcarme en un recorrido por las tierras de los Pireneos Atlánticos que
alguna vez habían habitado mi bisabuelo Jean y todos sus antepasados hasta los
inicios de la historia. Pero, bueno, siempre puede haber coincidencias.
Desde antes de llegar al hotel
comencé a disfrutar del placer de estar en el lugar en que uno debe estar;
aquel lugar en la Tierra en que tu cuerpo se siente naturalmente cómodo con la
temperatura, el paisaje y la luz. Aquellos parajes que sientes que conoces
desde siempre aunque nunca hayas estado antes. Donde sabes que sabes más de lo
que crees y conoces los árboles y las flores y los nombres de las aves porque
deben llamarse así.
Pero cuando logré estacionarme en
una de las callecitas de Hasparren y vi el auto rojo que ella había arrendado,
unos pocos metros adelante, pensé que algo no andaba bien, que eran demasiadas
casualidades juntas. Pero no me atreví a hablarle, porque mi francés era
precario y ella estaba conversando con fluidez en el idioma que, obviamente,
era su primera lengua.
Con los recortes de tiempo puedes
hacer una vida entera nueva. Si aprovechas al máximo cada tramo de camino,
sacas el ticket antes que otros en la fila de la farmacia, tomas justo el vagón
del metro antes de que éste parta, entras al banco antes de que cierre sus
puertas esa jornada, sales rápido y tomas el taxi para almorzar en la mejor
mesa del restaurante con tu mejor amiga, terminas a una buena hora la merienda,
alcanzas a comprar lo que necesitas en la librería, llegas a tu casa cuando hay
luz, sacas la ropa de la secadora, y así sucesivamente, siempre aprovechando
hasta el más mínimo resquicio del tiempo, puedes en efecto tener el premio de
hacer todo lo que deseas y aún más, hasta juntar la cantidad de saldo
suficiente en la cuenta de tu vida actual, para alcanzar a vivir una adicional.
Pero nunca se me ocurrió que
hubiera una persona viviendo mi otra vida.
-Hola, alcancé a escuché en el rent a car que tu apellido es Gaitía. Yo
soy Begoña Gaitía-, me saludó ella finalmente en perfecto español, creo que
al ver mi cara de perplejidad a menos de un metro suyo, donde me había quedado
plantada después de bajar del auto.
Recordé la batalla dada por mi
madre antes de mi bautizo, cuando mi abuelo insistía en ponerme Begoña y su
nuera –acertadamente para mi gusto- evitó el tradicional nombre vasco con el
sencillo artilugio de ofrecer llamarme como mi abuela.
-Hola, yo soy Rebeca Goitía- le respondí con una sonrisa cuando ya
me habían vuelto los colores, la movilidad y el habla.
Nos quedamos hasta tarde
conversando en el único cibercafé de Hasparren, hasta que la tarde se hizo
noche y el azar tuvo un sentido.
(Hasparren, País Vasco)
(De Luna de Burdel)