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miércoles, 28 de abril de 2021

Vitrinas rotas





Ni de arte, ni de playas, ni de buena comida podía dar referencias la flaca que se bajó en el taxi del aeropuerto de Miami llena de maletas que parecían haber sufrido una reciente cirugía estética y lucían estiradas al borde del peligro de romperse. 

Era una flaca muy flaca repleta de maletas azulinas.

Pero la flaca era engañosa. De todo lo superficial que se veía a primera vista, no quedaba nada apenas uno cruzaba más de dos palabras con ella. Y eso era inquietante, como los mares calmos y profundos, que ocultan misterios milenarios.

-No es lo que piensas, sino lo que haces lo que me molesta-, me dijo de entrada, como si me conociera, apenas nos encontramos para trabajar el sitio web en que pretendía exponer un nuevo método para algo que tenía que ver con sentirse bien. “Wellness”, repetía palabra por medio. 

Pensé que no le gustaba mi trabajo y me pareció estúpida por querer contratarme para un proyecto. Cuando me miró entendí que no se refería a eso. Ella hablaba de otra cosa. 

-Es un juego de azar, no una metáfora de mi vida- observé inquieto y sorprendido como salía la frase de mi boca. 

-Me da lo mismo-, dijo la rubia de Miami, que hasta ese minuto no me había dicho su nombre. Miriam le había puesto yo en mis conversaciones conmigo mismo. Me decía: -Esta Miriam me gusta. O algo así como: -Esta Miriam no me gusta. Pero la Miriam no era de esas que están a la venta o que se compran con un par de frases melosas, con un par de zapatos no tan caros ni tan baratos o con una cena en un restaurante con vista al Atlántico. 

-Acompáñame a comprar-, dijo después de un rato largo de silencio.


 (Miami, Estados Unidos)

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