Es extraño saber lo obvio, si los
ambientalistas hubieran existido a mediados del Siglo Veinte yo no hubiera
nacido en Brasilia. Porque Brasilia no hubiera existido. Habría nacido en
cualquier ciudad, o quizás en medio de la selva amazónica. ¿O tal vez no habría
nacido? Si mi destino era nacer en Brasilia, y sólo ese era el designio, tal
vez no habría nacido. En realidad hubo muchas razones para que no viera la luz
de esta ciudad tan inexplicable como el afán de los seres humanos de conquistar
algo. Algo, cualquier cosa. Fama, libertad, dinero, afecto, cuerpos ajenos,
descendencia fértil, dominio sobre otros animales, redes sociales vía internet,
un lugar en la historia de la especie y hasta la eternidad en la vida después
de la vida. Y, por supuesto, ¡cómo no!, la tierra misma. Ser dueños,
poseedores, reyes absolutos de un pequeño pedazo de la superficie del globo.
Brasilia no es un trocito. No es
un detalle menor.
Brasilia es una joya perdida en la pléyade de ciudades que salpican la geografía del país más grande de Sudamérica. Pertenece a ese afán racionalista que apostó por las grandes avenidas, los edificios de formas extravagantes y la reafirmación del poderío del hombre para doblegar a la naturaleza. Brasilia no es zamba, ni mulatas de culos enormes y fláccidos en playas atlánticas. Es como un eslabón misterioso entre lo que Brasil es y lo que le gustaría ser. Un símbolo de poder desprovisto de alma.
Es mi ciudad natal, y para mí
siempre será hermosa. Y así permanecerá en mi memoria inmortal, cuando la
recuerde desde el más allá, aunque las centurias la conviertan –como antes a
Chinchen Itzá- en un nuevo mito cubierto de vegetación destinado a ser
descubierta por arqueólogos del futuro.
(De Luna de Burdel)
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