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Chicago. Foto: Ana V. Durruty |
뜻이 있는 곳에 길이 있다
Tenía tanta pena que me distraje
y con los ojos velados por las lágrimas me perdí antes de llegar al barrio
universitario. Me habían advertido que no me podía equivocar al abandonar la
autopista pero iba tan concentrada en mi dolor que me equivoqué y fui a dar en
un lugar completamente diferente al esperado. No se parecía en nada a los
parques y los edificios limpios y ordenados que había visto mil veces en Google
street view desde el seguro hogar de
mis padres en Seúl.
Me habían repetido hasta el
cansancio que era peligroso vagar por lugares como el que había ido a dar por
descuido y que en los alrededores de la Universidad de Chicago podía uno
encontrar razones para sentir miedo. Y lo estaba sintiendo. El GPS me hacía dar
vueltas en redondo y pasaba una y otra vez frente al hombre que se drogaba en
las gradas de la puerta de su casa, y me detenía una y otra vez en la luz roja
en cuya esquina había un grupo de jóvenes con los brazos desnudos cubiertos de
tatuajes. Y una y otra vez no me atrevía a bajar la ventanilla del auto para
preguntar cómo salía de ahí para retomar la Interestatal 90 o a la 94. Sabía
que mi destino estaba a unas pocas cuadras en línea recta por Garfied Blv.
hacia el este, pero habían cortado el tránsito para alguna actividad
comunitaria y yo continuaba dando vueltas por las mismas calles casi en estado
de pánico, siempre al lado oeste de la austopista.
No había sido fácil ni agradable
llegar a las instalaciones en que estaba mi habitación, y después de cuatro
meses asistiendo a clases de mi magíster en economía, continuaba siendo poco
confortable ese lugar que durante tantos años había sido el espacio predilecto
de mis sueños.
Bon-Hwa, mi padre glorioso como
lo indica su nombre; y Cho-Hee, mi madre hermosa y feliz; trataban de animarme
cada vez que nos comunicábamos por Skype, con sus sonrisas que buscaban infundirme
confianza y su inocente ignorancia de mis pesares.
Hyun, la más inteligente de la
familia, no podía rendirse y aunque Dios no me hablaba al corazón desde la
infancia, me refugiaba en largos monólogos apelando a cualquiera de sus
atributos que pudiera contrarrestar mi desolación.
A medida que se acercaban las
fiestas de fin de año, comencé a pensar que después de cuatro meses en Chicago,
estaba condenada a pasar la Navidad sola. Absoluta y completamente alejada del
resto de los millones de habitantes de la ciudad.
Allí, sobre la mesa del mi
dormitorio reposaba la cajita con viejitos pascueros sin abrir. Eran unos
muñequitos de cera rojos con una mecha saliendo de sus diminutos sombreros
puntiagudos. Una y otra vez los miraba al salir a clases y al volver de ellas.
Me saludaban con una sonrisa en la carita, esperando que me decidiera a
ponerlos en algún lugar para celebrar juntos la Nochebuena. No me animaba,
porque nada era capaz de mejorar mi ánimo. Cuando los cursos del semestre
terminaron y los estudiantes comenzaron a partir a los muchos estados de los
que provenían, ya sin tener siquiera el consuelo de compartir unas horas en una
sala, me sentaba a observar las ventanas coloridas que cambiaban de rojo a
amarillo y de azul a verde, al tiempo de las guirnaldas de luces. Podía
imaginar los grandes pinos cubiertos de adornos mientras sus dueños conversaban
y reían sin importarles la nieve que cubría las calles.
-¡Hyun!-, gritaba desde la vereda blanca una figura dentro de una
gruesa parka gris, con un capuchón rodeado de piel que impedía distinguir sus
facciones. Solamente cuando agitó sus brazos en alto con entusiasmo, acepté que
se estaba dirigiendo a mí y le devolví un tímido saludo con la mano desde
detrás de mi ventana.
La estridencia del citófono me confirmó
su propósito. Cuando finalmente abrí la puerta, ahí estaba Claire, con su largo
pelo suelto, con las mejillas sonrojadas por el frío y una sonrisa que la
iluminaba.
Se dejó caer en el sillón y tomó
la caja de viejos pascueros. Sin decir nada la abrió y los puso ordenados uno
junto al otro sobre la mesita.
-Así están mejor ¿tienes fósforos?- dijo mientras yo aún sorprendida
le preparaba una taza de chocolate caliente. Tomó el tazón con sus dos manos
entumecidas y exclamó: -¡Feliz Navidad!
Como dice el proverbio “donde hay voluntad, hay un camino”. Claire
mi despistada compañera de Cálculo 1, tenía una disposición de oro y un corazón
cálido y comprendí que el camino comenzaba a sonreírme y que los próximos años y
las próximas navidades no estaría sola. Que aunque la pena te lleve por rutas
equivocadas, algunas te dejan en la puerta de la amistad.
(Chicago, Estados Unidos)
(Luna de Burdel)