El reflejo de la luz del televisor tiñe de colores el rostro de Rubén. Es la única fuente luminosa en la pequeña casucha que levantó con sus propias manos usando restos de obras de construcción recogidos por aquí y por allá. La frágil estructura se apoya en un muro de la modesta vivienda de su madre. Doña Erminda es empeñosa y logró que servicios sociales le reconociera la indigencia y le entregara una casita de cuarenta metros cuadrados en la población Nueva Era; un callamperío desforestado y cruzado por calles pavimentadas sin aceras.
Normalmente el barrio es tapado por una polvareda cada tarde
cuando se levanta algo de viento del sur y por las noches no resulta inusual
escuchar disparos al aire o el ulular de los carros policiales que pasan raudos
en un amago por disuadir las peleas entre pandillas de narcos, pero no se detienen
para no sufrir bajas.
A veces, muy de vez en cuando, cae algo de agua del cielo en
la capital. Cada año es peor y la sequía ya más que una amenaza es una certeza.
Cuando lleve, aunque sea unos pocos milímetros, la población
se vuelve un pantano. Y la cancha de fútbol un verdadero lodazal. Pero eso no
disuade a Rubén.
Todos los futbolistas sudamericanos comparten el mismo
origen. Y la historia de “El Campeón” no es la excepción, por eso tiene esos
vacíos en el lenguaje y la inclinación por las mujeres bonitas y de cabeza
liviana. Pero Rubén admira a “El Campeón” y se afana en estudiar cada jugada
del delantero del seleccionado nacional. Luego, sale a la cancha de la población
a practicar. Con unas zapatillas raídas, las medias desiguales y en días como
hoy, con mucho frío.
Ensaya como lo ha visto en los entrenamientos que muestran
en la televisión al menos durante una o dos horas cada día, no bebe alcohol y
es flaco y musculoso producto del esfuerzo y la escasez de carbohidratos. A
veces no le alcanza ni para comer un pan en la noche antes de irse a dormir. El
trabajo de recolector municipal de basura al menos lo ayuda a mantenerse en
forma corriendo detrás del camión y elevando lo tachos con desperdicios como si
fueran pesas en el mejor gimnasio.
El barro viscoso se le mete hasta debajo de la camiseta
después de cada resbalón detrás de la pelota. De reojo, entre carrera y
carrera, ve llegar al grupo de sus amigos de la infancia que se juntan cada
tarde en un rincón de la cancha a darle el bajo a unas botellas de cerveza y
varios cigarrillos de marihuana. Lo llaman con los gestos, pero Rubén no les
sigue el amén. Ellos no dejan de invitarlo cada día y Rubén logra zafar siempre
la tentación de ir a dar en esos pasos que lo alejarían de su pasión y, como él
lo ve, de un futuro mejor. Uno brillante como el de “El Campeón”.
Rubén no tiene casi nada material. Un pobre televisor medio
desvencijado que junto a su pelota de fútbol son sus dos pertenencias más
preciadas, un colchón separado del piso de cemento gracias a unas capas de
cartones recogidos a la salida de los supermercados y una cocinilla de dos
platos que pocas veces usa. Vive sin eufemismos en la miseria. Pero posee algo de
un valor enorme. Algo que no se compra. Rubén es dueño de una determinación a
prueba de todo.
Concluye su entrenamiento y apoyando las manos en la cintura,
echa la cabeza hacia atrás para relajar los músculos del cuello y entonces ve
allá en las alturas un majestuoso cóndor de los Andes planeando en la
inmensidad azul sobre las montañas. La mayor ave no marina del planeta.
Rubén sonríe. Así volará él algún día. Así de tan alto
llegará. Así de grande será en el fútbol internacional.
Da vuelta la espalda al grupo de chicos que ya está a mal
traer en la esquina, avanza chapoteando en el barro e ingresa de nuevo a su
casucha. Se abriga lo mejor que puede y pega sus ojos en la pantalla que transmite las
noticias del fútbol mientras en sus pupilas brillan sueños de gloria.