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lunes, 29 de junio de 2020

Clausurado



El palacio, el tocadiscos.

El tocadiscos, el palacio.

Mon amour, Aranjuez.

La arboleda anaranjada era dueña de una alfombra dorada de hojas a un tris de morir. Y los pies de la joven sentían verdadero placer de pisar la crujiente cubierta vegetal, mientras avanzaba en medio de la desolación más absoluta desde la estación de trenes rumbo al palacio de Aranjuez.

El ritmo del concierto bordaba espirales dolorosas en los pensamientos de Matilde, pero la energía de la guitarra andaluza la hacía mover el cuerpo como si disfrutara de un momento de particular felicidad.

El palacio se presentó con amabilidad, escoltado por sus grandes magnolios y la algarabía de cientos de pájaros cantores, los mismos que algún día inspiraron al creador de la música que se revolvía en el interior atormentado de Matilde. Pero, era día feriado en España y el motivo del viaje y del empeño de la extranjera, permanecía cerrado. Clausurado. Impenetrable. Con sus fuentes de agua apagadas y silenciosas.

Unos poquísimos turistas tan despistados con ella, circulaban por los jardines exteriores. Matilde se sentó en unas gradas distribuidas a modo de graderías, junto a algunas hojas secas de árboles que nadie había barrido y permanecieron allí como su única compañía.

La melodía de la guitarra lastimera atravesaba el tiempo y la llevaba y la traía, del palacio a la casa de su abuelo por allá en el sur del mundo, en un pueblo sudamericano. El abuelo había muerto heredándole el chelo que él tocaba en las tardes solitarias y el disco con la versión del concierto de Joaquín Rodrigo cantada por Richard Anthony.

Cuando no habían transcurrido más de un par de medias horas, el sonido de las tripas vacías aterrizó de un solo golpe a Matilde.

Caminó de regreso por el sendero. Esta vez no le importaba mucho las hojarasca bajo sus pasos y llegó rápido al local de venta de la estación, y mientras esperaba el tren de vuelta que la llevaría a Madrid, engulló unos trozos de buen pan con chorizo, que insistían en atorarse en su garganta apretada por las lágrimas que se negaban a brotar de sus hermosos ojos.



Aranjuez, España



domingo, 21 de junio de 2020

Desorden de Paisaje

Cusco, Perú. Fotografía Ana Durruty


A veces, antes de dormir, uno rehúye el sueño, porque se parece demasiado a la muerte.

En las alturas altiplánicas de los Andes esto parece ser mucho más cierto.

Pudo ser en cualquier parte del ancho mundo, pero fue en el Cusco donde me enamoré. No de un hombre. Ni de una mujer. Tampoco de Machu Pichu, con su altanería plenamente justificada por la majestuosidad milenaria. Ni de ideales ajenos, ni de sueños románticos. Ni de misticismo añejos al cobijo de los retablos de plata labrada que obligan a mirar al cielo.

Despierta la noche entera, la cabeza revuelta por el mal de altura, la ciudad dorada y brillante a mis pies desde el balcón del hotel.

Pudo ser el soroche, o las agüitas de hojas de coca que tomé para combatir los malestares varios que me asaltaron apenas un par de horas después de aterrizar en el Cusco. Para todos los efectos, el resultado es el mismo. Hurgar demasiado en la causa exacta resulta inoficioso. Lo que puede ser interesante es el recorrido previo, el mismo de todos los turistas que quieren descubrir lo descubierto hace más de quinientos años.

Había pasado tanto tiempo odiándome a mi misma, tratando de agradar a otros a los que no les agradaba, mirándome a los ojos con pena y lamentando las palabras que salían de mi boca, que la vida comenzaba a parecerme ajena y desproporcionada para mis escasa fuerzas mentales.

Desvelada hasta que el Sol aparecía detrás de las montañas, fue en las alturas del altiplano peruano donde me enamoré de mí.

(Cusco, Perú)