El palacio, el tocadiscos.
El tocadiscos, el palacio.
Mon amour,
Aranjuez.
La arboleda anaranjada era dueña
de una alfombra dorada de hojas a un tris de morir. Y los pies de la joven
sentían verdadero placer de pisar la crujiente cubierta vegetal, mientras
avanzaba en medio de la desolación más absoluta desde la estación de trenes
rumbo al palacio de Aranjuez.
El ritmo del concierto bordaba
espirales dolorosas en los pensamientos de Matilde, pero la energía de la
guitarra andaluza la hacía mover el cuerpo como si disfrutara de un momento de
particular felicidad.
El palacio se presentó con
amabilidad, escoltado por sus grandes magnolios y la algarabía de cientos de
pájaros cantores, los mismos que algún día inspiraron al creador de la música
que se revolvía en el interior atormentado de Matilde. Pero, era día feriado en
España y el motivo del viaje y del empeño de la extranjera, permanecía cerrado.
Clausurado. Impenetrable. Con sus fuentes de agua apagadas y silenciosas.
Unos poquísimos turistas tan
despistados con ella, circulaban por los jardines exteriores. Matilde se sentó
en unas gradas distribuidas a modo de graderías, junto a algunas hojas secas de
árboles que nadie había barrido y permanecieron allí como su única compañía.
La melodía de la guitarra
lastimera atravesaba el tiempo y la llevaba y la traía, del palacio a la casa
de su abuelo por allá en el sur del mundo, en un pueblo sudamericano. El abuelo
había muerto heredándole el chelo que él tocaba en las tardes solitarias y el
disco con la versión del concierto de Joaquín Rodrigo cantada por Richard
Anthony.
Cuando no habían transcurrido más
de un par de medias horas, el sonido de las tripas vacías aterrizó de un solo
golpe a Matilde.
Caminó de regreso por el sendero.
Esta vez no le importaba mucho las hojarasca bajo sus pasos y llegó rápido al
local de venta de la estación, y mientras esperaba el tren de vuelta que la
llevaría a Madrid, engulló unos trozos de buen pan con chorizo, que insistían
en atorarse en su garganta apretada por las lágrimas que se negaban a brotar de
sus hermosos ojos.
Aranjuez, España