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domingo, 17 de julio de 2016

Crossroad


Nada es como ayer. En el futuro, nada será como hoy. Cruzó la calle sin saludar a nadie, extraña en su propio país. Compró azúcar morena en el almacén de la esquina y continuó caminando como si todo siguiera igual.

"Crossroad" de la serie "Filtros". Ana V. Durruty
A veces la vida es un cruce de caminos y, a continuación, cada cual sigue su ruta. Calama es un pueblo minero, con su carga de soledad y erotismo, y al caminar por las calles polvorientas, algo irreal parece hacer temblar el aire caliente del desierto. La piel morena de los transeúntes locales, provenientes de Bolivia o el extremo norte de Chile, contrasta con el rubicundo matiz de la tez de los extranjeros, turistas y empleados de las mineras que vienen del otro lado del mundo.

El sonido del llamado del teléfono celular sacó a la joven mujer rubia de su ensimismamiento y el tiempo se detiene por varios minutos.


Ya había pasado el interfaz del día a la noche, con calma y rapidez al mismo tiempo. En las alturas cordilleranas de Los Andes minerales, el frío araña como un gato mojado, y respirar se torna repentinamente un acto consciente y desagradable. Algo salobre y seco parece recorrer los pensamientos. Eso maligno y antinatural que inquieta al animal que cada hombre lleva adentro.

Veinticuatro horas más tarde, el teléfono volvió a sonar. La mujer leyó la pantalla digital y presionó la tecla roja que impedía la comunicación. No era el momento adecuado para escuchar esa voz a mil quinientos kilómetros de distancia. Ni siquiera sabía si algún día sería apropiado responder a esa llamada. Compró té negro en el almacén de la esquina y caminó con parsimonia los pasos que le faltaban para llegar a la pensión, esquivando con cuidado las líneas que dividían los paños de cemento de la acera.

Ni un árbol, ni una sombra, ni una sonrisa. Vivir en el desierto es un riesgo constante, y el peligro mayor es esa certeza diaria de que no hay nada entre el Cielo y la Tierra que proteja de las verdades individuales. En la soledad, el alma queda expuesta a su propio reflejo en la inmensidad de la nada.

Tres meses después, noventa llamadas de teléfono celular sin contestar acompañaban a la mujer esa tarde de diciembre, mientras caminaba por la losa del aeropuerto de la capital del cobre mundial. Miró hacia adelante, y sus ojos amarillos brillaron como la luz de la arena que se perdía en el desierto más árido del planeta. No había caminos en el horizonte, sólo la pista de aterrizaje y después, el infinito azul.

(Del libro "Cínica", obra de Ana V. Durruty

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