Nada es como ayer. En el futuro, nada
será como hoy. Cruzó la calle sin saludar a nadie, extraña en su propio país.
Compró azúcar morena en el almacén de la esquina y continuó caminando como si
todo siguiera igual.
"Crossroad" de la serie "Filtros". Ana V. Durruty |
A veces la vida es un cruce de caminos
y, a continuación, cada cual sigue su ruta. Calama es un pueblo minero, con su
carga de soledad y erotismo, y al caminar por las calles polvorientas, algo
irreal parece hacer temblar el aire caliente del desierto. La piel morena de
los transeúntes locales, provenientes de Bolivia o el extremo norte de Chile,
contrasta con el rubicundo matiz de la tez de los extranjeros, turistas y
empleados de las mineras que vienen del otro lado del mundo.
El sonido del llamado del teléfono celular
sacó a la joven mujer rubia de su ensimismamiento y el tiempo se detiene por
varios minutos.
Ya había pasado el interfaz del día a
la noche, con calma y rapidez al mismo tiempo. En las alturas cordilleranas de
Los Andes minerales, el frío araña como un gato mojado, y respirar se torna
repentinamente un acto consciente y desagradable. Algo salobre y seco parece
recorrer los pensamientos. Eso maligno y antinatural que inquieta al animal que
cada hombre lleva adentro.
Veinticuatro horas más tarde, el
teléfono volvió a sonar. La mujer leyó la pantalla digital y presionó la tecla
roja que impedía la comunicación. No era el momento adecuado para escuchar esa
voz a mil quinientos kilómetros de distancia. Ni siquiera sabía si algún día
sería apropiado responder a esa llamada. Compró té negro en el almacén de la
esquina y caminó con parsimonia los pasos que le faltaban para llegar a la
pensión, esquivando con cuidado las líneas que dividían los paños de cemento de
la acera.
Ni un árbol, ni una sombra, ni una
sonrisa. Vivir en el desierto es un riesgo constante, y el peligro mayor es esa
certeza diaria de que no hay nada entre el Cielo y la Tierra que proteja de las
verdades individuales. En la soledad, el alma queda expuesta a su propio
reflejo en la inmensidad de la nada.
Tres meses después, noventa llamadas
de teléfono celular sin contestar acompañaban a la mujer esa tarde de
diciembre, mientras caminaba por la losa del aeropuerto de la capital del cobre
mundial. Miró hacia adelante, y sus ojos amarillos brillaron como la luz de la
arena que se perdía en el desierto más árido del planeta. No había caminos en
el horizonte, sólo la pista de aterrizaje y después, el infinito azul.
(Del libro "Cínica", obra de Ana V. Durruty
(Del libro "Cínica", obra de Ana V. Durruty