IMAGINARIA
Una mujer imaginaria, en un territorio imaginario de Ultramar, observa sus uñas rojas posarse en un computador personal imaginario. Cada tecla es una vértebra en el relieve de la espalda de su amante imaginario, autor de un ensayo que explora la autoconciencia de su yo imaginario, y que solo es un personaje de una escritora sudaca que crea un relato de destino improbable en la enciclopedia universal imaginada por Alejandro Magno en Egipto y que desaparece de la historia en el preciso momento que se quema la Biblioteca de Alejandría.
No hay autor. No hay ensayo. No hay escritora. No hay microcuento. Hay una calle vacía en Manzanares el Real muy parecida a la de un villorrio chileno. Ambos pueblos se rozan eróticamente en un vértice espacio temporal mientras el Universo no cesa de expandirse hasta que nada ni nadie recuerde ni a Alejandro, su plato de lentejas y su biblioteca bajo las llamas del olvido imaginario.
La sacerdotisa dueña de magia ancestral necesaria para la cópula de los territorios separados por diez mil quinientos diecisiete kilómetros cabecea tironeada por el cansancio y el sueño. Entonces esa mujer imaginaria deja de teclear durante unos breves segundos que nada importan en el planeta imaginario, pero el hombre recostado en la poltrona de su terraza imaginaria despierta sobresaltado de una pesadilla de mil puertas en ninguna de las cuales encuentra a la mujer de sus sueños. La lluvia cae dulce después de la tormenta sobre la Sierra de Madrid. Cuando el hombre imaginario intenta volver a conciliar el sueño, la chilena vuelve a posar sus dedos de uñas largas sobre las letras. Él siente el ritmo de su caricia y cae rendido. La Tierra continúa su viaje por el espacio a la astronómica velocidad de dos millones de kilómetros por hora arrastrada por su destino ineludible.
El abrigo de cachemira rosa atraía todas las miradas a la entrada del Museo, pero él no actuaba como si fuera el objeto de tanta admiración, curiosidad o simple atracción visual en ese entorno gris y ligeramente oscuro.
Delgado de delgadez a poco de ser enfermiza, los huesos marcaban de modo magnífico la estructura del hermoso tapado que lo cubría desde el cuello hasta los pies dejando ver apenas la punta de las botas de cuero negro y tacón cuadrado.
Tenía un gesto en la boca que revelaba la búsqueda que hacía también con la mirada rebotando por los grupos de personas que comenzaban a copar el espacio del hall de acceso del majestuoso edificio. La luz de la mañana apenas lograba penetrar los enormes arcos antes de perderse en salones solemnes llenos de tanta historia que, si ésta tuviera peso, se hundirían hasta el centro líquido de la Tierra.
Su piel era tan pálida que capturaba el reflejo rosa del abrigo y lo hacía aún más atractivo para los curiosos que lo observaban con disimulo o descaradamente. La total prescindencia del hombre del abrigo rosa alimentó la osadía de los turistas y locales que esa mañana de marzo habían llegado hasta el centro de la ciudad para visitar el famoso edificio y conocer sus valiosas colecciones.
El hombre joven no se percató de la creciente cercanía de las personas vestidas de gris, negro o gris marengo.
En medio del arremolinamiento, el abrigo rosa palpitaba como el gran pistilo de una flor carnívora de pálidos pétalos temblorosos. Grisáceos y frágiles pétalos humanos.
El silencio se había hecho poderoso en el salón.
Repentinamente un rayo luminoso rompió el ángulo de una ventana que miraba al oriente y atravesó también en completo silencio el salón de acceso hasta iluminar el rostro del hombre del abrigo rosa.
La flor dejó de palpitar y un suspiro retenido sonó más fuerte de lo que era posible imaginar.
El promontorio de la nariz ocupaba la mayor superficie de la cara y su sola visión hizo retroceder raudos a los indeseados espectadores. Sorprendidos ante este nuevo elemento del espectáculo comenzaron a cuchichear entre ellos. Conocidos y desconocidos sintieron que tenían algún tipo de licencia para hacer de las facciones del joven de rosa un motivo de juicio o análisis.
Aburrido sobremanera, el centro del espectáculo, abrió los brazos y al extender el magnifico tapado se elevó sobre las cabezas homínidas, revoloteó apenas unos segundos y enrumbó hacia El Jardín de las Delicias donde encontró su ubicación perfecta en la famosa obra de El Bosco.
POR UNA CABEZA
A los quince años me pasó por una cabeza. Antes de trescientos sesenta y cinco días era obvio que me sacaría dos cabezas de ventajas. Y no es que yo fuera un ser humano extremadamente bajo. Tengo una altura bastante promedio, no solo para estándares de mi país, sino que me atrevería a aventurar que a nivel global.
De hecho en muchos ambientes yo era la persona más alta del lugar.
Aunque finalmente paró de crecer, fue necesario comprar una cama extralarga y modificar la altura de muchos muebles en la cocina y el baño, subir las lámparas para que no se golpeara en la cabeza y requirió horas extras para buscar y, eventualmente, encontrar ropa o calzado adecuado a su talla.
Nunca me inquietó su inserción social, pues parecía siempre feliz y jamás tuvo una anotación negativa en la escuela ni expresó algún reclamo por sufrir bulling ni cualquier tipo de abuso o maltrato.
Me pareció tranquilizador cuando nos presentó a su pareja, una persona de lo más agradable de casi su misma altura. Una noche desvelada por cualquier otra cosa, me asaltó una duda: ¿Dónde había encontrado a su media naranja?
En la universidad todo continuó bastante normal.
Para su vigésimo primer cumpleaños decidió hacer una celebración en la casa. Distraída en los preparativos solo me percaté de que algo no iba del todo bien cuando llegó el momento de cantar el Feliz Cumpleaños. Con la torta en ambas manos y en puntillas de pie, yo apenas podía sostener la bandeja a una altura apropiada para que quedara a la vista de todos los invitados.
Con mi retoño actuando en la práctica como escudo humano adquirí conciencia de que aquella era una verdadera comunidad de gigantes. Simultáneamente supe que conocía muy poco a mi hijo, que su mundo me resultaba completamente extraño y que los años de silencio solo ocultaban algo que ahora me producía una profunda inquietud.
UN PICAFLOR INQUIETANTE
Aún no era capaz de razonar cuando siendo una criatura comprendí la magia detrás de los picaflores. La velocidad del aleteo, lo diminuto del cuerpo, los colores tornasolados y el apenas perceptible zumbido se me revelaron por mera ciencia infusa como un verdadero milagro de belleza aerodinámica de la naturaleza.
Largas tardes de primavera pasaron por mi vida mientras permanecía absorto contemplando a las pequeñas aves que llegaban a la galería de la casa de mi familia en la rivera sur del río Limarí. Justo antes de que la temperatura resultara poco agradable llegaban los últimos colibríes a decirme buenas noches mientras libaban el néctar de los hibiscos blancos.
Décadas más tarde cuando tuve que plantar el jardín de mi primera casa en las afueras de la ciudad, puse una amplia variedad de especies para atraer a los picaflores. Verbenas, lavandas, malvarrosas, madreselvas, begonias y geranios cubrían todo el frente del ventanal de mi habitación. Despertaba medio embriagado por los aromas al amanecer y me consolaba del tedio de la jornada laboral cada tarde contemplando a mis amigos plumíferos.
Un día en que el atardecer fue particularmente hermoso y la temperatura era perfecta, la realidad sufrió una leve alteración. Entonces, fue él quien comenzó a observarme a mi. Me tomó algunos minutos darme cuenta que las reglas del juego habían cambiado, pero pronto me adapté a la nueva situación. Él cambiaba de posición constantemente así que a veces parecía distraído. Pero no. Sólo estaba completando la imagen cerebral en la que yo era un ser caleidoscópico. Un feo animal atado a un silla detrás de un cristal de regular calidad. Un bípedo casi incoloro, con dientes que le impedían disfrutar de las delicias de las flores. Un torpe mamífero incapaz de volar. Dentro de su pequeño craneo el instinto de sobrevivencia lo tranquilizó pues este humano no representaba peligro alguno para su vida. Me miró directo a los ojos para leer mi propia mente y sintió la nausea de mis miedos y ansiedades. Cuando finalmente pude sostener su mirada leí con todas sus letras lo mucho me despreciaba.
De "Antipódica". Estos cuentos fueron traducidos al inglés para la presentación realizada en la Embajada de Chile en Londres, el 30 de Mayo de 2023.
ENGLISH VERSION:https://anadurruty.blogspot.com/p/short-stories.html