Había olvidado el olor de las
bignonias. La fragancia me trasportó instantáneamente a mi infancia. Esa noche
el sutil aroma convirtió el 7 de febrero de ese año en una fecha para recordar.
La llave de los recuerdos giró suavemente en la cerradura hermética de mi mente
y junto con los grillos gritando en un rincón de las paredes de adobe, llegó el
leve crujido del balancín de madera movido por el viento sur.
Sobre el puente de Avignon todos bailan,
todos bailan. Sobre el puente de Avignon todos bailan y yo también. Bailan así,
así me gusta a mí. La Elisa no tenía buena voz para cantar pero siempre lo
hacía mientras empujaba el andamiaje que me llevaba de un lado a otro con una
cadencia totalmente diferente, siguiendo su propio ritmo.
Sobre el puente de Avignon… Demoré en asimilar
el mutismo repentino de la niñera pues estaba feliz meciéndome con el sol
brillante en su cénit que me rozaba la piel tan dulce y suave. Un gorrión se
acercó volando bajo y esquivó con naturalidad el palo superior del balancín.
El pajarito volaba muy alto y el silencio se
prolongaba. Miré a la Elisa para saber qué sucedía y me encontré con mi tío
Pedro Pablo parado a su lado. Ambos no dejaron de mirarme sin hablar hasta que
el movimiento del juego cesó por inercia.
Que mis papás
habían muerto. Que la cuesta. Que el auto. Que… La voz de la Elisa se perdió
para siempre cuando llegué a la casa de mis padrinos y nunca volví a escuchar Sobre el puente de Avignon. Nunca más
jugué en el jardín de mi casa y nunca más oí la risa de mi madre, ni el
vozarrón de mi padre saludando al llegar de la parcela.
Sentí el frío de la montaña en mi
espalda apenas el sol abandonó el horizonte. Las más altas montañas de Los
Andes proporcionaban una sombra fría y oscura. El cielo estrellado no entregaba
mayor alivio.
Del libro Luna de Burdel