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martes, 3 de enero de 2017

Lugareño

Budapest - Hungría



Soy un chofer y nada más.

No sé de donde apareció ella. Venía de muy lejos, de un país que no recuerdo bien. Si no me equivoco era de la costa del Caribe, en centroamérica. Primero me gustó su sonrisa. Después sus ojos negros. Misteriosos y desafiantes detrás de las gafas de sol. Eran ojos gitanos. Como los míos. Ojos húngaros de magiar.

-Escuchar las danzas húngaras de Brahms  aquí es redundante.

Su voz ronca me gustó pese a su mal inglés y al modo en que pronunciaba los nombres de las calles en húngaro. Sus labios gruesos y sus dientes blanquísimos eran perfectos, ¡no podían sino gustarme!

-Es redundante si usted lo dice-, le respondí.

No era de esas mujeres con las que uno quiere discutir, así que cambié el dial de la radio del auto hasta encontrar algo de música local. Me gustó también su sonrisa a través del espejo retrovisor. Su rostro se iluminó complacido.

La llevé al Palacio de Buda en lo alto de la colina y tomé las fotografías que me pidió de ella con el Parlamento de fondo más allá del Danubio, y también frente a la Catedral de San Esteban, y me gustó su piel azabache matizada por la luz del mediodía.

Cuando caminó hacia la entrada del hotel, me gustaron sus piernas, sus sandalias, los dedos de sus dos pies, sus tobillos, sus rodillas y el ritmo de sus pasos.

Desde mi taxi la contemplé abrazarlo y colgarse de su cuello antes de besarlo. Me gustó su aliento que no me rozaría jamás, su saliva que no habré de beber y su tibieza, que sólo pude presentir.

Nunca más la vi. Su alma también era zíngara. Yo seguí viviendo en Budapest. Continué trabajando de chofer, paseando a extranjeros en mi ciudad.

(Budapest, Hungría)