Que los lectores amen lo que un autor escribe, está en la categoría de aquellas cosas que, como decimos coloquialmente, “no tienen precio”.
Recibí un mensaje de audio en que un grupo de señoras que participan del taller de mi querida amiga, la escritora Amely Duvachelle, comentan las razones por las que han quedado prendidas de mi relato breve “Topiarios”, incluido en el libro “Antipódica”. Ellas dicen:
* ”Es inolvidable. Es maravilloso. Se ve a la anciana en su jardín, con sus guantes grandes y su tijera de podar. ¡Enhorabuena”.
* ”A mi me hace mucha ilusión qué hay personas con esa cabeza privilegiada, que pueden escribir cosas bonitas. Así que en enhorabuena”.
* ”Es un relato muy bonito, que nos ha gustado”.
* ”Es un relato que no podemos olvidar”.
* ”Se puede ver a la anciana cuidando con espero su jardín, sus Topiarios”.
Me ha llenado de emoción este entusiasmo de estas lectoras españolas.
Y aquí les dejo el relato… y quedo a la espera de sus comentarios.
“Topiarios
La vieja caminaba con absoluta placidez por el amplio jardín. Subía y bajaba peldaños entre las terrazas de pasto verde y los hermosos jarrones de mármol llenos de jacintos emplazados al comienzo y al final de las amplias es- caleras centrales. Al fondo una laguna de azul inquietante reflejaba las nubes del cielo de otoño. Era una tarde templada en un día más bien triste y frío.
Vestida con pantalones de denim azul claro y una chaqueta a grandes cuadros blancos y rosa, las manos se le veían desmedidas dentro de dos enormes guantes de jardinería. En la derecha llevaba una gran tijera podadora de filo plano y en la otra una muchísimo más pequeña, con punta agujada.
Daba algunos pasos y se detenía frente a uno de los cientos de topiarios distribuidos al azar por todo espacio visible. Curiosamente el conjunto atraía la mirada y obligaba a detenerse para observar en detalle en vez de provocar desagrado por su aparente desorden.
La expresión de la mujer mayor variaba según si le parecía adecuado o inapropiado el estado o la evolución de la planta.
Unas veces su rostro se llenaba de luz y paz... Otras, fruncía el ceño y la ira ponía sus mejillas rojas mientras pateaba enérgicamente contra el suelo. Tomaba la tijera, de acuerdo a cuál fuera la dimensión de lo que consideraba el crecimiento: “¡Feo!, ¡Horrible!” o simplemente “Insoportable”. En este último caso su voz era más triste de lo habitual.
—Mamá, la jardinera vieja se desnudó y ahora se está metiendo a la piscina —gritó con su voz aguda de niña de seis años mi pequeña hija.
—Es tu abuela, Hanna —le respondí aunque a ella le costaba comprender la situación—. Ya sabes...
Hanna sabía pero no entendía.
Era mi vieja, mi querida vieja, a quien el tiempo había dado tantas lecciones y tratado tan mal, tras una juventud de oropeles, belleza y éxitos tempranos. Pero aquí era feliz.
Desde que yo era muy pequeña me contó su más preciado sueño: ser una simple jardinera encargada de los topiarios de un palacio. Primero tuve que trabajar como burra para llegar a ser suficientemente rica y poder comprar un palacio, aunque fuera modesto, y luego ya todo fue más sencillo, conseguir los arbustos y traerla a vivir conmigo.
Es tan gratificante verla caminar entre las pequeñas plantas a las que ella ha ido dando tantas formas extrañas y bellas... Tantas como los habitantes de sus sueños desde que fue a parar a la casa de orates cuando yo apenas tenía 15 años.”
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